La niñera del multimillonario es la madre sustituta

Capítulo 8

Isabella tomó el Uber hasta la mansión Morris, con su maleta apretada contra la pierna durante todo el trayecto.

Para cuando los portones de hierro se deslizaron y el coche avanzó por el largo camino de entrada, Isabella ya se había dicho al menos ocho veces que era la decisión financiera más inteligente.

Vivir en aquella mansión solo significaba que su trabajo era técnicamente de veinticuatro horas, sí… pero también significaba no pagar alquiler, no pagar facturas, no vivir a las carreras.

Aun así, ella no le había dicho a Richard adónde se estaba mudando.
No podía.

Richard jamás aprobaría que su cuñada graduada de Harvard tomara un puesto de niñera. No cuando ella quería una casa propia, con privacidad.

Y ahora ella estaba entrando a la casa de otro hombre para vivir allí.

Isabella exhaló y obligó las palabras a atravesar su mente otra vez: «El sueldo lo vale. La estabilidad lo vale».

Dentro, el mayordomo la recibió y tomó su maleta.

Había más personal para dirigir la mansión que en la empresa de Richard.

Isabella había firmado papeles en el escritorio principal: seis acuerdos de confidencialidad herméticos, cada uno más intenso que el anterior; y el resto, hojas de pautas detalladas que describían las rutinas meticulosas de los niños.

Chef privado. Nutricionista. Entrenador físico. Coordinador de actividades. Dos niñeras con maestría en psicología infantil.

Isabella se había preguntado: «¿Qué se supone que yo debo hacer en este ejército de expertos?».

Luego ella leyó el contrato final y eso respondió todas las preguntas.

Ella no había sido contratada para ser una niñera.
Ella había sido contratada para ser… la figura materna. El eje emocional. La protectora vigilante. La evaluadora. La que aseguraba que ninguno de los expertos cruzara un límite. La persona a la que los niños podían apegarse, depender, confiar.

Y ella estaba ganando más que todos ellos.

Todo por un solo incidente que Sebastian había presenciado.

El mayordomo la llevó hasta una gran puerta de cristal e hizo una ligera reverencia.
—La señora Morris la está esperando adentro.

El estómago de Isabella se tensó.
Ella entró.

El despacho era lujoso pero frío, decorado en mármol y tonos azul hielo. Detrás de un escritorio brillante estaba sentada una mujer alta, de cabello rubio platino y rasgos afilados como cuchillas.

La mujer observó a Isabella como quien examina fruta importada que llegó un día pasada de su fecha de caducidad.

—Así que —dijo—. Tú eres Isabella.

—Sí. Es un placer conocerla, señora Morris.

—Ojalá yo pudiera decir lo mismo.

Isabella parpadeó.
—¿Perdón?

La señora Morris ladeó la cabeza.
—¿Sabes quién tenía tu puesto antes que tú?

—No… ¿quién?

—Yo —la voz de la mujer cargaba años de orgullo y amargura—. Yo tenía este puesto. Y ahora mi hijo cree que tú puedes hacerlo mejor. Dime, Isabella… ¿puedes?

—Usted es su abuela —respondió Isabella con suavidad—. Usted siempre será familia.

Eso le ganó una sonrisa delgada. La señora Morris se puso de pie, alisando el frente de su vestido entallado.

—Quizá puedas decirle esto a mi hijo.

—Pero él es su padre —respondió Isabella en un murmullo—. Él debe tener sus razones.

La sonrisa desapareció. Una mueca la reemplazó.

—Ustedes son todos iguales. Solo les importa el sueldo. Si alguien les ofrece más mañana, ustedes saldrán corriendo. Tú nunca podrás reemplazarme.

—He firmado un contrato de cinco años —dijo Isabella, firme y serena—. Yo estaré aquí los próximos cinco años. Para entonces, yo habré ahorrado lo suficiente para retirarme si yo quiero. Así que no… yo no estoy buscando al mejor postor.

—Apenas tienen cuatro años —espetó la señora Morris—. En cinco años tendrán nueve. Necesitan a una mujer que esté aquí hasta su último aliento.

Isabella frunció el ceño.
—Lo siento. ¿Qué está insinuando exactamente?

—No te halagues. Yo jamás te elegiría para Sebastian ni para mis nietos. Mi familia necesita a una mujer de linaje griego. Alguien que entienda nuestra cultura y nuestros valores familiares, los cuales mi hijo no tiene.

Isabella puso los ojos en blanco y luego sonrió, peligrosamente educada.
—Estoy segura de que esta conversación no forma parte de mis responsabilidades. Será mejor que yo me vaya.

—¿Cómo te atreves? —siseó la señora Morris—. ¿Qué más puedo esperar de una mujer latina, bajita y curvilínea? ¿Cómo entraste siquiera a Harvard?

—No soy bajita. Mido 1,68 —Isabella alzó la barbilla—. Y gané el Campeonato Mundial de Matemáticas en 2010. Harvard me ofreció la admisión antes de que yo siquiera supiera qué era Harvard. Así que, si tú estás molesta porque tu hijo me eligió a mí sobre ti… quizá quédate aquí y arde por dentro.

—¡Tú…! —bufó Iris.

Isabella se encogió de hombros y se marchó.

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Isabella bajó las escaleras para preguntarle a alguien por su habitación cuando notó a un niño pequeño de la mano con Sheila.

—¿Alessio? —llamó Isabella instintivamente.

El niño se detuvo y la miró.

Isabella se agachó y lo abrazó. El niño la abrazó solo por un segundo antes de apartarse con una autoridad sorprendente.

—Disculpe —corrigió con rigidez—. Yo no soy Alessio. Yo soy Alex.

Isabella parpadeó.
—Pero tú te pareces tanto a Alessio. Y Sheila…

Sheila sonrió en disculpa.
—La niñera de Alex está fuera por unos días. Así que yo estoy cubriendo a ambos niños. Alessio está en sus clases de natación. Es hora del masaje de pies de Alex.

No sorprendió a Isabella; ella había leído lo suficiente sobre el estilo de vida de los niños como para saber que “rutina de lujo” era quedarse corta.

—Yo puedo hacerme cargo —dijo Isabella—. He memorizado los mapas de la casa y los nombres de todos. Yo podría aprovechar para pasar tiempo de unión con Alex.




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