El pasillo fuera del aula de arte estaba cálido. Isabella de repente escuchó el golpeteo de pequeños pies que resonaba en el suelo.
—¡Bella… Bella! ¡Mira! —la voz de Alessio estalló en el corredor mientras corría hacia ella, sosteniendo una hoja de papel sobre su cabeza.
Isabella se inclinó instantáneamente a su nivel.
—Esto es tan hermoso —elogió, rozando suavemente el dibujo con los dedos—. Y dime, cariño, ¿quién es este en la imagen?
Alessio sonrió radiante.
—Tú… y Alex… y yo.
El corazón de Isabella se derritió.
—¿Ah? ¿Y por qué no dibujaste a tu papá?
Alessio miró su dibujo, parpadeando como si lo viera por primera vez.
—Estamos en la playa —explicó Alessio seriamente—. Papá nunca nos lleva al parque.
Isabella se suavizó ante la honestidad.
—¿Quién estaba contigo la última vez que tú fuiste a la playa, cariño?
Alessio se encogió de hombros con inocente despreocupación.
—Vamos a la playa con nuestras niñeras y los guardias.
Esa simple frase apretó algo profundo dentro de Isabella. Aun así, sonrió y pasó la mano suavemente sobre su cabello.
—Hmm… y si tú tuvieras que dibujar a tu papá, ¿cómo crees que él estaría en el dibujo?
Alessio hizo una pausa mientras pensaba.
—Sí. Él estaría trabajando en un escritorio con una mesa y una silla. En su portátil.
Alessio se rió de la idea y luego se apresuró a empezar a trabajar en una hoja nueva.
Isabella levantó la mirada y vio a Alex mirándola en silencio desde su mesa. Isabella le ofreció una sonrisa cálida, pero él inmediatamente volvió a sumergirse en su libro de imágenes.
Isabella se acercó, notando la variedad de libros repartidos sobre la mesa. Había libros ilustrados de todo el mundo: japoneses, italianos, franceses. Incluso un grueso libro infantil escrito en chino.
Ellos estaban aprendiendo chino como lengua materna.
El pensamiento la golpeó más profundo de lo esperado:
—Ese hombre ha organizado, estructurado y construido intencionalmente esta vida para los niños. Pero él olvidó añadir tiempo para estar con ellos.
Isabella regresó a su iPad y notó su horario semanal, dándose cuenta de que el día de playa estaba planeado para el sábado.
Sus dedos se movieron rápidamente sobre su teléfono. Isabella envió un mensaje al señor Morris.
Isabella → Sr. Morris:
—¿Hola? ¿Tú puedes desocupar tu horario para un día de playa este sábado?
Habían intercambiado números la noche anterior en la cena. Era algo que ella todavía sentía un poco de vergüenza.
Un minuto después, el teléfono de Isabella vibró.
Sr. Morris:
—No puedo decirte ahora mismo. Solo puedo confirmarlo por la tarde.
Isabella sonrió para sí misma, creyendo genuinamente que estaba convirtiéndose en un pequeño puente entre los niños y su padre.
Sintiendo un poco de diversión, Isabella tomó una foto espontánea de los niños trabajando en silencio y se la envió.
Pasó una hora. Una hora larga.
Entonces él respondió.
Sr. Morris:
—¿No leíste el contrato? No se supone que tú tomes fotos de los niños en tu teléfono personal.
Los ojos de Isabella se abrieron de par en par. Inmediatamente envió un emoji triste.
Isabella:
—Lo siento mucho. Se me pasó. Ya borré las fotos.
La respuesta llegó rápido. Estricta. Inmediata.
Sr. Morris:
—No es suficiente. Tú tendrás que entregar tu teléfono al mayordomo como se requiere.
Isabella se estremeció. Su estómago se retorció. Ella se sentía fatal.
Acababa de violar la regla que ella debería haber recordado.
En silencio, entregó su teléfono al mayordomo con una disculpa.
La ansiedad la consumía:
—¿Querrá hablar de esto más tarde? ¿Me regañará? ¿O peor, pensará que yo soy irresponsable?
Por la tarde, mientras los niños estaban ocupados en su sesión de idiomas, un miembro del personal se acercó a Isabella.
—Señorita Isabella —dijo cortésmente—. El señor Morris envió esto para usted.
Él le entregó un teléfono nuevo, de último modelo… y una cámara digital.
Isabella parpadeó.
—¿Para mí?
—Sí, señorita —asintió.
La sorpresa aún estaba fresca cuando el teléfono en sus manos comenzó a sonar.
Isabella contestó al instante.
—¿Hola?
La voz de Sebastian era baja, tranquila y cálida.
—El teléfono nuevo tiene tu tarjeta SIM —él le informó—. Y la cámara es para tomar fotos de los niños. Se subirán automáticamente a la nube. Yo podré acceder a ellas.
Isabella no pudo evitarlo; una sonrisa tonta, enorme y ridícula se dibujó en su rostro. Su corazón latía con fuerza.
Ella creía sinceramente que nadie la estaba observando.
Hasta que el propio señor Morris apareció en el vestíbulo.
Apoyado contra la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho, observando a Isabella sonreír como una idiota.
Los labios de Sebastian se curvaron hacia arriba, apenas un poco.
—Tú todavía te estás acostumbrando al horario de los niños —dijo Sebastian—. Así que creo que puedo dejar pasar esto.
Isabella se enderezó rápidamente, sonrojada.
—Yo… estoy realmente agradecida por el teléfono. Y por cómo usted manejó todo.
Sebastian se acercó más a ella.
—Hay una diferencia entre un error y una estrategia intencional, Isabella. Yo sé diferenciarla.
Antes de que él pudiera decir más, Isabella levantó la mirada y se tensó al verlo parado justo frente a ella.
—¿C-cuándo regresó usted? —susurró Isabella.
—Tuve una reunión cerca de casa —respondió Sebastian—. Tenía algo de tiempo, así que vine a ver a los niños.
Él miró hacia la pared de vidrio del estudio, donde los niños estaban sentados.