La noche en que tomaste mi alma

LA NOCHE EN QUE TOMASTE MI ALMA

 

  El día había sido agotador. 

  Nos tiramos en la cama sincronizados, luego de terminar la intensa rutina que teníamos entre el trabajo y el hogar.

  Mi compañero se volteó hacia mí, antes de que su mano se colara por debajo de mi pijama, ya me había estremecido la intensidad de su mirada, sabía a donde quería llevarme y a pesar del cansancio estaba dispuesta a recorrer el camino que se me ofrecía.

  Comenzó a acariciar mis senos con una delicadeza sensual, buscando mi aprobación. Me acerqué a su cuerpo y uní mis labios a los suyos, comenzando así el último baile de la noche, ese en el que quería dejar hasta mi último rastro de energía.

  Lo tuve sobre mí y me permití explorar el cuerpo que amaba desde que tenía memoria, adoro apretar sus brazos cuando están firmes por la fuerza que realizan o acariciar los laterales de su cadera. Luego de mi inspección me aferré con una mano a su espalda y con la otra hurgué entre nuestros cuerpo hasta dar con su miembro hundido en mí y comencé una suave masturbación al compás de sus embestidas. 

  Verlo fuera de sí, excitado, me acercó a la cima del placer.

  Lo empujé con mi cuerpo, para expulsarlo y que me permitiera respirar y concentrarme, no quería acabar todavía. Más allá de mis pensamientos, el deseo era mayor y ya no lo podría resistir mucho más. Me giré y me ofrecí a él en la posición que sabía más placer me brindaba. Acarició mis labios hinchados y húmedos, lo que me llevó a jadear mientras me arqueaba hacia atrás. Rodeando con su fuerte brazo mi vientre, me penetró y a instantes del clímax, un ruido del exterior de la habitación llamó mi atención, impidiéndome explotar en mil pedazos como sabría que sucedería por el nivel de excitación que agilizaba los latidos de mi corazón.

  Lo sentí embestirme con cierta violencia, para derramarse dentro de mí y así alcanzar su maravilloso orgasmo.

  Lo disfruté. 

  Ya no obtendría yo el mío pero qué dichosa me hacía sentir saberlo exhausto en mi cuerpo, llenándome de él.

  Cayó delicadamente sobre mí y sobre mi hombro se disculpó. 

  Me conocía. 

  Supo que no había acabado. 

  Hice mi mano hacia atrás y le acaricié la mejilla rasposa por la incipiente barba del día que estábamos dejando atrás.

  —Estoy bien, sabés que no sólo llegando al orgasmo me siento satisfecha.

  —No me gusta que te quedes a medias —siguió hablando en mi oído.

  Sin salirse de arriba mío, empezamos un ida y vuelta entre lo que él deseaba y lo que yo sentía. Pero como lo conozco sé cuáles son las batallas perdidas, antes de que estas inicien. Acto seguido, cedí y hasta me di el lujo de provocarlo. Volteé mi rostro, para dar con sus labios y hablé sobre ellos:

  —¡Dejá de hablar y haceme acabar!

  A pesar de que se encontraba sobre mí, mantenía su peso a raya. Cuestión que cambió a penas terminé mi corta frase. Metió su mano bajo mi cuerpo y llegó hasta los labios de mi vulva en cuestión de segundos, masajeó el bendito punto donde se concentran ocho mil terminaciones nerviosas y como si todo aquello fuera poco, comenzó a cantarme al oído. 

  Al día de hoy no recuerdo cuál fue la canción que me regaló, sin embargo, sé que nunca voy a olvidar el orgasmo que me brindó mezcla de su fuerza y su dulzura, equilibradas entre su peso casi quitándome la respiración y su voz gruesa en mi oído llevándome al infinito sin sacarme del santuario que era nuestra habitación.

  Todavía, una semana después y habiendo probado las mieles de mi matrimonio un par de veces más, no encuentro palabras para describir aquel clímax. Por ahora sólo puedo decir que mi cuerpo se desplomó, mi corazón se ensanchó un poco más por el amor que me había entregado y mi alma se enredó con la suya hasta no reconocer límites.

  Besó mi boca, mi cuello y se fue acomodando hacia un costado, quedó detrás mío abrazándome y así pegaditos nos entregamos a morfeo. 

  Me dormí sabiendo lo afortunados que éramos.    

 

María Florencia.

 




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