El sol, un verdugo implacable en el cielo de cobalto, martilleaba las dunas hasta convertirlas en un horno dorado e interminable. Emma Parker se ajustó el pañuelo en la cabeza, sintiendo la arena áspera incluso entre los dientes. Su "aventura auténtica y económica por el desierto marroquí" se había transformado, en cuestión de horas, en una pesadilla logística. La furgoneta del tour había tosido humo negro y había muerto con un estertor final a cuarenta kilómetros de la ruta prometida. El guía, tras una acalorada discusión por teléfono en un dialecto que ella no comprendía, había señalado con resignación hacia el este.
—Camina. Sigue las huellas. Hay un puesto, una casa de té, algo… a una hora, tal vez dos. Yo voy a por ayuda. No te muevas de las huellas.
Esa había sido la última orden, y la furgoneta partida se había convertido en un punto negro que se alejaba en el horizonte tembloroso. "Una o dos horas" se habían convertido en tres, y la brújula de su teléfono había muerto junto con la batería, dejándola a merced del viento que empezaba a soplar con fuerza, borrando el rastro que debía seguir.
La tormenta de arena cayó sobre ella sin piedad, un muro beige que devoró el mundo. Emma se agachó, envolviéndose en su delgado chal, tosiendo, los ojos cerrados contra el látigo de los granos. Cuando el aire aclaró lo suficiente para volver a ver, el panorama era otro. Las dunas habían cambiado de forma. No había rastro de huellas. Solo una extensión desolada y hermosa que de pronto le pareció la tumba más grande del mundo.
Caminó, arrastrando los pies, la garganta seca como el pergamino. Justo cuando la desesperación empezaba a trepar por su espina dorsal como una hiedra venenosa, el sonido la hizo detenerse en seco. No era el viento. Era un rumor bajo, rítmico, poderoso. El batir de cascos contra la arena compacta.
Emergiendo de un pliegue entre dos dunas, apareció una procesión como salida de un sueño, o de una película de otro siglo. Caballos árabes de crines ondeantes, con bridas de plata y sedas carmesí. Hombres vestidos de blanco inmaculado y oscuro bisht negro, con la cabeza cubierta por el ghutra. Y en el centro, montado en un semental negro como la noche, un hombre.
No hacía falta que nadie se lo dijera. La autoridad emanaba de él como el calor de la arena. Su postura era erguida, relajada y a la vez absolutamente dominante. Su rostro, parcialmente oculto por el pañuelo (shemagh), solo dejaba ver unos ojos oscuros que barrieron el paisaje y se clavaron en ella con la fuerza de un impacto físico. Emma, polvorienta, con la ropa de viaje barata y el pelo escapándose en mechones rebeldes del pañuelo, debía de parecer un espectro del desierto, o una mendiga.
La cabalgata se detuvo. El silencio fue absoluto, solo roto por el resoplido de los caballos. El hombre del caballo negro desmontó con una gracia felina. Sus botas de cuero fino se hundieron en la arena sin un ruido. Se acercó, y los demás hombres bajaron la mirada, formando un semicírculo respetuoso pero vigilante.
Él se detuvo a dos metros de ella. Sus ojos, del color del café intenso, la escudriñaron, evaluando cada detalle: sus zapatillas deportivas gastadas, la mochila con el logo descolorido, la cámara colgando de su cuello.
—¿Quién eres? —Su voz era grave, un bajo profundo que parecía vibrar desde el suelo y trepar por las piernas de Emma. Hablaba un inglés perfecto, con solo una sombra de acento que envolvía cada palabra en seda y autoridad.
—E-Emma —logró decir, su propia voz un crujido áspero—. Emma Parker. Estaba en un tour. La furgoneta se averió. Me perdí.
El hombre no pareció sorprendido. Sus ojos fríos calcularon la situación, los riesgos, las implicaciones.
—¿Un ‘tour’? —pronunció la palabra con una leve distorsión, como si fuera un concepto absurdo, casi ofensivo, en ese lugar—. Te adentras en el desierto de Zaqqum como si fuera un parque de diversiones. Tu tour te ha entregado a los lobos, Emma Parker.
—Necesito llegar a un pueblo, a una carretera… —suplicó ella, sintiendo cómo el último vestigio de su orgullo se desvanecía.
Él no respondió de inmediato. Giró la cabeza hacia uno de sus hombres, intercambiando unas rápidas palabras en árabe. El hombre asintió y retrocedió. Luego, aquellos ojos oscuros volvieron a posarse en ella.
—No hay pueblos. No hay carreteras. No hay nada en cien kilómetros a la redonda que no me pertenezca —declaró, y no era una fanfarronada; era un simple hecho geográfico—. Soy Zayd al-Rashid. Esto —una mano enguantada hizo un gesto que abarcaba el horizonte infinito— es mi reino. Y tú acabas de invadirlo.
Emma sintió un escalofrío que nada tenía que ver con el calor. Rey del Desierto. El guía del tour había mencionado ese nombre en tono de leyenda, entre advertencias sobre no cruzar ciertos territorios.
—Lo siento. No era mi intención… Solo necesito ayuda.
Zayd la estudió por un largo momento, tan largo que Emma pudo contar cada uno de sus latidos apresurados. Algo cambió en su expresión. Una chispa de algo que no era piedad, sino cálculo puro. Una idea tomando forma, peligrosa e irresistible.
—La ayuda —dijo lentamente, cada palabra pesando como una losa— siempre tiene un precio, Emma Parker. Y el destino, a veces, ofrece… soluciones inesperadas.
Se acercó un paso más. El aroma a arena caliente, a cuero limpio y a algo indómito y masculino la envolvió.