LA OBSESION DEL JEFE
Capítulo 1
No necesité mirar la pantalla del teléfono para saber quién me llamaba a las dos de la mañana. Solamente a un engreído como mi jefe se le ocurre pensar que estoy disponible las veinticuatro horas del día y dispuesta a sacrificar el sueño por atenderlo. Solo él era capaz de pensar eso.
Pierre Lefevre-Bonnet, mi jefe con su nombre completo.
Pierre, a secas para mí.
También conocido como “El Jefe”, “El Magnate”, “El Playboy” y “Pierre-The Boss” (ese último era su preferido). Todo un galán apetecible, con su nombre de abolengo y su impresionante currículo de educado en las mejores universidades, empresas multinacionales, gustos extravagantes, preferencia por las rubias y fenómeno de las redes sociales. Era además un ególatra y un creído. El hombre con el que trabajaba y que soportaba a causa de un excelente salario era muy difícil de rechazar.
Las dos de la mañana no eran horas decentes para llamar, eso él jamás lo entendería, así que me ahorré decírselo y preferí saber la razón de la llamada. No iba a perder mi tiempo recordándole que mi horario de trabajo terminaba a las cinco de la tarde. Lancé un bostezo mientras buscaba a tientas el teléfono. ¿Qué quiere ahora? ¿Qué le agende una cita con un cliente o con una rubia despampanante? Con él nunca se sabía.
Yo estaba acostumbrada a ambas cosas. Desde una idea de negocios genial que se le ocurrió a cualquier hora de la noche y tuvo que decirme para que luego se la recordara hasta que moviera todas sus citas del siguiente día porque se quedaría con su nueva conquista. De ser esa última, aparecería más tarde con una sonrisa en los labios y una barba sin afeitar. Pero yo era su asistente personal, no la policía de la moral; así que esos asuntos no me incumbían.
Mi familia y amigos me preguntaban si me cansaba tener un jefe como aquel, exigente y mujeriego. ¡Por supuesto que me cansaba! Tenía siempre una gran tentación de gritarle a la cara lo que pensaba de él, que era un negrero y que su comportamiento era escandaloso. Pero luego pensaba que tampoco era su psicóloga. Asistente personal, nada más. Aparte, me detenía mi buen salario. Antes había trabajado en una fábrica donde dejaba el alma y apenas me daba para pagar el alquiler. Yo me había esforzado por alcanzar mi grado universitario en Relaciones Internacionales pero sin ayuda de nadie es complicado conseguir un empleo digno y bien remunerado. Quería ganar dinero, deseaba ser independiente y mi mayor anhelo era jamás depender de nadie. Este trabajo me ofrecía muchas oportunidades de viajar, de relacionarme con gente importante y hacer buenos contactos. No era poca cosa la que estaba en juego. Así que me aguantaba.
Cuando al fin conseguí poner el teléfono en mi oído, lo que siguió fue motivo de alarma. La voz de mi jefe se escuchaba rara, con una entonación que denotaba dolor o angustia. Tuve la inmediata corazonada que algo estaba mal.
—Marisse, ayúdame, te necesito…—nunca había escuchado a mi jefe decirme aquellas palabra que salían parecidas a un jadeo.
Quedé de pie al instante, completamente espabilada.
— ¿Qué te pasa? Dime, por favor…
Hubo un silencio aterrador. Insistí en que me hablara y rogaba porque la línea no se desconectara.
—No estoy seguro, quizás fue un accidente. Estoy en el hospital metropolitano. Ven pronto, por favor, te lo ruego — rogó.
¡Rogó! ¡Algo que nunca había hecho antes!
Me vestí deprisa y me tiré un abrigo por encima. Era primavera y la temperatura bajaba bastante en las noches. La calle estaba desolada y eso me permitió llegar con rapidez aunque miles de malos pensamientos me acompañaron todo el trayecto. Me dirigí a la sala de Urgencias y de allí me enviaron al mostrador de información. Había poca gente y me atendieron con prontitud.
— ¿Qué relación guarda con el paciente? —me preguntó la enfermera de turno con rostro inexpresivo y cansado.
—Soy su asistente personal. Llegué aquí porque el propio señor Lefevre-Bonnet me llamó y me pidió que viniera.
—No le puedo brindar información. No es su familia y la ley lo prohíbe. Lo siento —respondió sin apenas mirarme a la cara.
—Escuche, soy lo único que tiene en este país. Toda su familia vive en Paris. Puedo mostrarle mi carnet como empleada suya y si gusta, puede revisar la llamada que me hizo —contesté tratando de contenerme porque necesitaba su ayuda y estoy consciente de lo que dice la ley.
Ella comenzó a escribir algo en el teclado. Toda clase de dudas me atenazaban el pensamiento mientras tanto.
—Habitación J-215 —respondió áspera para luego indicarme como llegar. Le di las gracias y me alejé de allí lo antes posible, no fuera a pensárselo mejor.
Mientras me dirigía por el pasillo pensaba en la fragilidad de la vida. Por un instante el corazón se me detuvo. Pierre siempre me pareció un dios inmortal, indestructible, lleno de confianza, parecía capaz de doblegar hasta su propio destino. Sin embargo, ahora yacía en la incertidumbre de una cama de hospital. ¿Y si estaba en peligro de muerte?
Cuando llegué Pierre estaba dormido. La enfermera me indicó que le habían administrado un sedante pero que sería bueno que me viera al despertar, dice que ver un rostro familiar suele ser tranquilizador.
—Pero nada de emociones fuertes. No puede alterarse —me indicó y hasta me pareció gracioso. Pierre jamás se alteraba cuando me veía, no le causaba yo ni la más mínima emoción. Ninguna mujer que no cumpliera con sus gustos exquisitos podía hacerle mover una pestaña. ¡Yo ni siquiera era rubia! Era la persona que menos emoción podía causarle y lo sabía.
Pasé todo el resto de la noche a su lado. Dormité incómoda sobre un reclinable que ofrecían para estos casos. Despertó la mañana siguiente.