La Odiosa y la Diosa X L

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 1: LA CAÍDA DE LA REINA

La luz de la mañana se filtraba por las cortinas color crema del dormitorio, dibujando líneas suaves sobre el espejo de cuerpo completo donde Purificación se observaba con una mezcla de satisfacción y algo más oscuro, algo que ella misma no se atrevía a nombrar.
Se giró de lado, pasando las manos por su cintura ahora estrecha, por sus caderas que ya no abultaban como antes. Cada centímetro de piel tensa era un trofeo, una victoria sobre la versión de sí misma que había aprendido a odiar desde la adolescencia.
"Al fin", pensó, mientras sus dedos trazaban el contorno de su figura. "Al fin soy alguien. Al fin merezco lo que siempre me negaron".
El celular sobre la cómoda vibró. Puri se abalanzó sobre él con una urgencia que bordeaba lo patético, aunque ella jamás lo admitiría. La pantalla iluminó su rostro: un mensaje de Ernesto.
"Buenos días, preciosa. ¿Desayunamos pronto?"
Una sonrisa se extendió por su cara. Ernesto. El hombre que en la preparatoria pasaba junto a ella sin siquiera notar su existencia, el que reía con sus amigos mientras ella, con veinte kilos de más, intentaba hacerse invisible en los pasillos. Ese mismo Ernesto ahora la llamaba "preciosa".
"Nico fue solo un refugio", se dijo mientras escribía una respuesta coqueta. "Un puerto seguro cuando nadie más me quería. Pero Ernesto... Ernesto es el premio. El que siempre debí tener".
Guardó el teléfono en el bolsillo de su bata justo cuando escuchó la puerta principal abrirse.
—¿Puri? ¿Amor? —la voz de Nico resonó desde la entrada, cálida y familiar.
Ella suspiró. Esa voz. Esa maldita voz que durante años le había dicho que era hermosa cuando se sentía monstruosa, que la había sostenido cuando lloraba frente al espejo. Esa voz que ahora le recordaba todo lo que había sido y que desesperadamente quería olvidar.
—Estoy en el cuarto —respondió con desgano, acomodándose el cabello frente al espejo una última vez.
Nico apareció en el umbral de la puerta con un ramo de margaritas blancas en las manos y esa sonrisa de niño enamorado que alguna vez la había hecho sentir especial. Ahora solo le parecía... ingenua.
—Te traje flores —dijo, extendiendo el ramo hacia ella—. Sé que has tenido una semana pesada y quería verte sonreír.
Puri miró las flores con una expresión que intentaba ser neutra pero que no lograba ocultar cierta irritación.
—¿Flores? —preguntó, sin tomar el ramo—. Qué tierno, Nico. Pero sabes que soy alérgica.
Nico parpadeó, confundido. Su sonrisa vaciló.
—¿Alérgica? Puri, nunca me habías dicho...
—Ay, ¿no? —lo interrumpió ella, regresando su atención al espejo para aplicarse una crema en el rostro—. Bueno, pues lo soy. Al menos a las margaritas. Pero fue un lindo detalle. Gracias.
El silencio que siguió fue incómodo. Nico miraba las flores en sus manos como si de pronto pesaran toneladas. Lentamente, bajó los brazos.
—Perdón, amor —dijo con voz suave—. Se me olvidó.
"Se me olvidó", pensó Nico mientras tragaba la decepción que le apretaba el pecho. "¿Cuándo se volvió tan difícil hacerla feliz? ¿O siempre lo fue y yo no quise verlo?"
Puri lo observó por el reflejo del espejo. Vio sus hombros caídos, la forma en que sostenía las flores como si fueran una ofrenda rechazada. Sintió una punzada de algo—¿culpa?, ¿irritación?—pero la ahogó rápidamente.
—¿Vas a quedarte ahí parado todo el día? —preguntó con un tono más cortante de lo necesario—. Tengo que arreglarme. Quedé de verme con las chicas.
—Claro —respondió Nico, retrocediendo hacia la puerta—. ¿Quieres que prepare el desayuno antes de que salgas?
—No tengo hambre.
—Puri, necesitas comer algo...
—Nico —ella se giró para mirarlo directamente, con esos ojos que alguna vez lo habían mirado con vulnerabilidad y ahora solo mostraban frialdad—. No tengo hambre. Y no necesito que me cuides como si fuera una niña.
Él levantó las manos en gesto de rendición.
—Está bien. Está bien. Solo... cuídate, ¿sí?
Cuando Nico cerró la puerta detrás de él, Puri volvió a mirar su reflejo. Esta vez, su expresión era de triunfo mezclado con algo amargo.
"Cada día está más distante", pensó Nico mientras dejaba las flores en un florero de la cocina, aunque sabía que probablemente terminarían en la basura. "Pero la amo. Tiene que volver a ser la Puri de antes. La que me necesitaba. La que me veía como si fuera su héroe".
Se sentó en el sofá de la sala, mirando hacia la nada. Recordó la primera vez que vio a Puri en ese café cerca de la universidad, hace casi cinco años. Ella estaba sola en una mesa, leyendo un libro de poesía, con el cabello recogido en una coleta desprolija. Tenía sobrepeso, sí, pero sus ojos... sus ojos brillaban con una inteligencia y una tristeza que lo cautivaron instantáneamente.
Se había acercado a pedirle la hora, una excusa tonta, y ella le había respondido con desconfianza, como si esperara una burla. Pero Nico se había sentado, había preguntado sobre el libro, y durante dos horas habían hablado de poesía, de sueños, de miedos. Ella había llorado cuando él le dijo que era hermosa. Llorado de verdad, como si esas palabras fueran un idioma que nunca había escuchado.
"¿Cuándo perdió esa vulnerabilidad?", se preguntó Nico. "¿Cuándo dejó de necesitarme?"
Su teléfono vibró. Un mensaje de su amigo Mario: "¿Gym hoy? Necesitas desahogarte, hermano".
Nico no respondió. Solo se quedó ahí, mirando las margaritas que se marchitaban lentamente en el florero.

Dos horas más tarde, Puri llegaba al café boutique donde se reunía con sus amigas. El lugar era pretencioso y caro, exactamente el tipo de sitio que ella frecuentaba ahora para demostrar que había "subido de nivel".
Candi, Lorena y Marcela ya estaban sentadas en una mesa junto a la ventana. Las tres eran delgadas, impecablemente vestidas, y compartían esa aura de superioridad que Puri había aprendido a imitar a la perfección.
—¡Puri! —Candi se levantó para abrazarla, un abrazo superficial que apenas rozaba los hombros—. Te ves espectacular, amiga. ¿Bajaste más de peso?
—Tal vez un kilo —respondió Puri, sentándose con la gracia de alguien que sabe que está siendo observada—. Estoy en mi peso ideal, pero ya sabes, hay que mantenerse.
—Claro, claro —concordó Marcela, removiendo su café sin azúcar—. Una no puede descuidarse ni un segundo o el cuerpo se venga.
Lorena rio, una risa aguda y falsa.
—Hablando de venganza del cuerpo, ¿vieron a Claudia Mendoza en el supermercado? La que era jefa de promoción en nuestra generación. Ahora está enorme. Parece que se comió a la Claudia que conocíamos.
Las cuatro rieron. Puri con más ganas que las demás.
—Pobre mujer —dijo Candi con falsa compasión—. Se dejó ir completamente. Yo jamás permitiría que me pasara eso.
—Yo tampoco —agregó Puri, su voz cargada de convicción—. Volver a ser como era antes... me daría asco. Preferiría morirme.
Candi la miró con aprobación, como una maestra orgullosa de su mejor alumna.
—Así se habla, amiga. Tú sí tienes dignidad. No como esas mujeres que se conforman con ser gordas y felices. —Hizo comillas en el aire con los dedos al decir "felices"—. Como si la felicidad compensara la falta de autocontrol.
Marcela asintió enfáticamente.
—Totalmente. Mi prima está así, gorda y siempre hablando de "amor propio" y "aceptación". Pero yo sé que en el fondo está miserable. Solo que es muy floja para hacer algo al respecto.
Puri bebió su café negro, saboreando no solo el amargor del líquido sino también el de la conversación. Había algo profundamente satisfactorio en hablar así de otras mujeres, en juzgarlas, en sentirse superior. Era como si cada crítica hacia ellas fuera una validación de su propia transformación.
"Yo no soy como ellas", pensó. "Yo tuve la fuerza de cambiar. Ellas solo tienen excusas".
—¿Y cómo está Nico? —preguntó Lorena, con ese tono de voz que sugería que la respuesta no le importaba realmente.
Puri hizo un gesto con la mano, desestimando la pregunta.
—Ahí está. Siendo Nico. Dulce, predecible, aburrido.
—¿Aburrido? —Candi enarcó una ceja—. Pero pensé que lo amabas.
—Lo amo —respondió Puri automáticamente, pero las palabras sonaron huecas incluso para ella—. Es solo que... no sé. A veces siento que me quiere por las razones equivocadas.
—¿Cómo así? —Marcela se inclinó hacia adelante, ávida de chisme.
Puri suspiró, jugando con la servilleta sobre la mesa.
—Él me amaba cuando yo estaba gorda. Y sé que suena bonito, muy de película romántica. Pero la verdad es que... —hizo una pausa, buscando las palabras—. Le gustaba porque era gorda. Tiene ese fetiche raro con las mujeres con sobrepeso.
Las otras tres hicieron gestos de sorpresa y algo de asco.
—¿En serio? —preguntó Lorena—. Qué extraño.
—Muy extraño —confirmó Puri—. Entonces ahora que estoy delgada, siento que le gusto menos. Como si hubiera perdido mi... ¿atractivo? para él.
—Ay, amiga —dijo Candi, tomando su mano con falsa empatía—. Eso debe ser horrible. Sentir que tu pareja te prefería cuando eras... bueno, cuando no eras tú misma.
—Exacto —Puri apretó la mano de Candi—. Cuando no era yo misma. Porque esta —señaló su cuerpo— es la verdadera yo. La otra Puri era una impostora. Una versión defectuosa.
"Una versión defectuosa", repitió en su mente. "Una vergüenza ambulante que nunca debió existir".
Su teléfono vibró dentro de su bolso. Lo sacó con disimulo. Otro mensaje de Ernesto.
"Pensando en ti. Ese vestido rojo que usaste el otro día... wow".
Puri sonrió, una sonrisa genuina por primera vez en toda la mañana.
—¿Quién te escribe? —preguntó Marcela con curiosidad.
—Nadie importante —mintió Puri, guardando el teléfono—. Solo un cliente del trabajo.
Pero Candi la conocía demasiado bien. O al menos, conocía las señales de una mujer con secretos.
—Ajá —dijo con complicidad—. Un "cliente". ¿De esos que te hacen sonreír así?
Puri rio, un sonido ligero y conspirador.
—Tal vez.
—¿Tal vez? —insistió Lorena—. Amiga, si Nico te aburre, tienes todo el derecho de buscar algo de diversión. Mientras seas discreta, claro.
Puri las miró a las tres. Esperaba juicio, al menos un poco. Pero solo encontró aprobación, incluso entusiasmo.
—¿En serio? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta—. ¿No les parece... mal?
Candi soltó una carcajada.
—¿Mal? Puri, por favor. Eres joven, hermosa, y mereces estar con alguien que te valore por quien eres ahora. No por quien eras.
—Además —añadió Marcela—, los hombres lo hacen todo el tiempo. ¿Por qué nosotras no podemos?
Lorena levantó su taza de café en un brindis.
—Por Puri y su nueva vida. Que sea todo lo que merece.
Las cuatro chocaron sus tazas. Puri sintió una oleada de validación, de permiso. Sus amigas—estas mujeres que representaban todo lo que ella quería ser—le estaban dando luz verde.
"Esto es lo que merezco", pensó mientras bebía. "Un hombre de verdad. No un conformista como Nico que me amaba por lástima".
La conversación derivó hacia otros temas: chismes sobre conocidas, planes para el fin de semana, quejas sobre jefes y parejas. Pero Puri apenas prestaba atención. Su mente estaba en otro lugar, en otros brazos, en otra vida.
Cuando terminaron el café y se despidieron con besos al aire, Puri caminó hacia su auto con una sensación de ligereza. Antes de arrancar, tomó su teléfono y respondió el mensaje de su pretendiente Ernesto, menos guapo que su esposo, pero era su amor platónico de adolescencia.
"Ese vestido puede volver a aparecer pronto. ¿Qué tal si nos vemos mañana?"
La respuesta llegó casi instantáneamente.
"Perfecto. Te recojo a las 8. Y Puri... trae ese vestido".
Ella rio sola en el auto. Luego abrió su galería de fotos y encontró la que buscaba: una foto de hace tres años, cuando todavía tenía sobrepeso. Estaba en una reunión familiar, sonriendo a medias, claramente incómoda con su cuerpo.
Miró esa foto durante un largo minuto. Sintió el impulso de borrarla, de eliminar toda evidencia de que esa mujer había existido alguna vez. Pero algo la detuvo. No era nostalgia ni arrepentimiento. Era algo más cercano al odio.
"Nunca más", se prometió a sí misma. "Nunca volveré a ser esa patética mujer".
Guardó el teléfono y borró los mensajes de Ernesto, como hacía siempre. Nico revisaba su teléfono a veces, no por desconfianza sino por esa costumbre de parejas que comparten todo. Pero Puri había aprendido a ser cuidadosa. Había aprendido muchas cosas en su transformación, y el engaño era solo una más.
Condujo de regreso a casa, donde Nico probablemente la esperaba con la cena lista, con esa mirada de perro fiel que alguna vez la había conmovido y ahora solo la irritaba.
"Pronto", pensó. "Pronto todo esto terminará. Me quedaré con Ernesto, con la vida que siempre debí tener, con el hombre que me merece por quien soy ahora".
Estacionó frente a la casa y se miró una última vez en el espejo retrovisor. Perfecta. Todo estaba perfectamente en su lugar.
Excepto esa pequeña voz en el fondo de su mente, esa voz que sonaba sospechosamente como la Puri gorda que solía llorar frente al espejo, la que preguntaba:
"¿Y si lo que perdiste no fue peso, sino alma?"
Puri ignoró la voz, bajó del auto, y entró a la casa con una sonrisa ensayada.
Nico estaba en la cocina, preparando la cena. Había puesto las margaritas en agua, como si con suficiente cuidado pudiera hacer que ella las apreciara.
—Hola, amor —dijo cuando la vio entrar—. ¿Cómo estuvo con las chicas?
—Bien —respondió Puri, dejando su bolso en el sofá—. Lo de siempre.
Nico la miró con esos ojos llenos de amor incondicional, y por un momento—solo un momento—Puri sintió algo parecido a la culpa.
Pero solo fue un momento.
Luego pensó en Ernesto, en el vestido rojo, en la vida que la esperaba, y la culpa se evaporó como agua en el desierto.
"Él nunca me entendió", se convenció. "Nunca entendió que yo necesitaba ser valorada por mi esfuerzo, no por su caridad".
—¿Tienes hambre? —preguntó Nico—. Hice tu favorita. Pasta con pollo.
—No, amor. Tengo estándares.
Cierra la puerta del dormitorio.
Se mira al espejo una última vez.
Y piensa, con absoluta claridad:
«Perdí peso.
Gané poder.
Y quien no lo entienda… que se quede con sus flores marchitas.
Vio la decepción en el rostro de Nico, la forma en que sus hombros se hundieron levemente. Y en lugar de sentirse mal, sintió poder.
"Esto es lo que se siente ser deseada por las razones correctas", pensó. "No por necesidad, sino por elección. Y yo elijo a Ernesto".
Esa noche, mientras Nico dormía a su lado con el brazo extendido hacia ella en un gesto inconsciente de protección, Puri miraba el techo con los ojos abiertos.
Su transformación estaba casi completa. Solo faltaba el último paso: librarse del último vestigio de su vida anterior.
Librarse de Nicolás.
Y comenzar, finalmente, la vida que siempre había merecido.
O al menos, la vida que se había convencido de que merecía.




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