CAPÍTULO 2: LA HUMILLACIÓN PÚBLICA
El centro comercial Plaza del Sol bullía con la actividad típica de un sábado por la tarde. Familias paseaban entre tiendas, adolescentes se agrupaban cerca de la fuente central, y el aroma de comida rápida se mezclaba con el de perfumes caros de las boutiques.
En la tercera planta, entre una zapatería y una joyería, se encontraba "Moda y Estilo", una tienda de ropa para dama donde Anita Rodríguez llevaba trabajando los últimos ocho meses.
Anita doblaba una pila de blusas cuando escuchó el sonido inconfundible de un niño llorando. Levantó la vista y vio a un pequeño de unos cuatro años en el suelo, con la rodilla raspada y lágrimas rodando por sus mejillas. Su madre estaba a unos metros, distraída mirando su teléfono.
Sin pensarlo dos veces, Anita dejó las blusas y se acercó al niño.
—Hola, campeón —dijo con voz suave, arrodillándose junto a él—. ¿Qué pasó? ¿Te caíste?
El niño asintió entre sollozos, señalando su rodilla. Anita sacó un pañuelo limpio de su bolsillo y con cuidado limpió la pequeña herida.
—Mira, no es nada grave. Solo un rasponcito. —Le sonrió con calidez—. ¿Sabes qué? A mí también me pasaba esto todo el tiempo cuando era chiquita. Mi mamá decía que yo corría más rápido que mis propias piernas.
El niño soltó una risita tímida.
—¿De verdad?
—De verdad. Y mira, sobreviví. —Anita se señaló a sí misma con un gesto exagerado—. Aquí estoy, grande y fuerte.
La madre finalmente se dio cuenta de la situación y corrió hacia ellos.
—¡Ay, Dios! ¿Qué pasó? —Miró a Anita con una mezcla de agradecimiento y vergüenza—. Lo siento, estaba distraída...
—No se preocupe —dijo Anita, ayudando al niño a ponerse de pie—. Solo fue una caída pequeña. Está bien.
—Gracias, muchas gracias —la madre tomó la mano de su hijo—. Eres muy amable.
Anita las vio alejarse, el niño volteando para despedirse con la mano. Ella le devolvió el gesto, sintiendo esa calidez familiar que venía de ayudar a alguien.
"A veces duele ser invisible para los demás", pensó mientras regresaba a su puesto detrás del mostrador. "Pero al menos puedo ser útil. Eso me basta".
Miró su reflejo en el espejo de la tienda. Su uniforme —una blusa blanca y pantalón negro— intentaba ser profesional, pero no podía ocultar su figura. Talla 18. Había sido talla 12 en la preparatoria, antes de que el estrés, la depresión y los malos hábitos alimenticios hicieran su trabajo.
No es que Anita se odiara a sí misma. Había hecho las paces con su cuerpo hace tiempo, o al menos eso se decía. Pero la paz era frágil, constantemente amenazada por miradas de extraños, comentarios "bien intencionados" de familiares, y el bombardeo constante de imágenes de cuerpos perfectos en las redes sociales.
"Soy más que mi cuerpo", se repetía como un mantra. "Soy bondadosa, trabajadora, inteligente. Eso debería ser suficiente".
Pero incluso mientras pensaba esto, una parte de ella —la parte que había sido torturada en la escuela, la que había escuchado "Anona" como un insulto durante años— susurraba que no lo era. Que nunca lo sería.
Sacudió la cabeza, alejando esos pensamientos oscuros. Tenía trabajo que hacer.
En la planta baja del centro comercial, Puri entraba con su séquito habitual. Candi a su derecha, Lorena y Marcela un paso atrás, como damas de honor en una boda donde Puri era eternamente la novia.
—Necesito zapatos nuevos —declaró Puri, sus tacones repiqueteando contra el piso de mármol—. Unos que combinen con ese vestido azul marino que compré la semana pasada.
—¿El que tiene el escote en V? —preguntó Candi—. Ese te queda espectacular, amiga.
—Lo sé —respondió Puri con una sonrisa satisfecha.
Subieron por las escaleras eléctricas, pasando frente a tiendas y vitrinas. Puri lo notaba todo: quién la miraba, quién la admiraba, quién posiblemente la envidiaba. Cada mirada era combustible para su ego, cada reflejo en las vitrinas una confirmación de su transformación exitosa.
Fue Marcela quien la vio primero.
—Ay, ¿esa no es la tienda nueva de ropa? —señaló hacia "Moda y Estilo"—. Me dijeron que tienen buenos precios.
—Vamos a ver —dijo Lorena.
Se acercaron a la tienda. Y entonces Puri la vio.
Detrás del mostrador, organizando perchas con la meticulosidad de alguien que se toma su trabajo en serio, estaba Anita Rodríguez.
Una sonrisa lenta y depredadora se extendió por el rostro de Puri.
"Vaya, vaya. Anona. Sigues exactamente igual. Qué delicioso. Hoy me voy a divertir", pensó.
—Mira a Anona haciendo su numerito de ‘madre Teresa gorda’ —dijo en voz alta, con tono juguetón y letal—. Ayudando a un niño para que la gente piense que es buena persona. Qué patético. Como si la bondad compensara los kilos.
Candi siguió su mirada.
—¿La empleada? ¿La conoces?
—Por supuesto que la conozco —Puri casi ronroneó las palabras—. Fuimos a la misma preparatoria. Chicas, mirad. Es Anona, la gorda oficial de la prepa. Pensé que ya se habría comido hasta el recuerdo, pero aquí está, en carne y hueso… mucha carne.
Lorena y Marcela rieron, esta vez con más ganas.
—Ay, amiga —dijo Candi—. Debe comer como cerdo para seguir así. Es que no entiendo cómo hay gente que no tiene dignidad.
Marcela añadió:
—Es falta de amor propio. Si se quisiera aunque sea un poquito, haría algo para cambiar.
Dentro de la tienda, Anita había escuchado cada palabra.
Se quedó paralizada, con una percha en la mano, sintiendo cómo el mundo a su alrededor se volvía borroso. Conocía esa voz. Por supuesto que conocía esa voz.
Purificación García.
La misma que había hecho de su vida un infierno en la prepa.
"No", pensó Anita, obligándose a respirar. "No voy a darle el gusto de verme llorar. No otra vez".
Colocó la percha con manos temblorosas e intentó concentrarse en su trabajo. Pero Puri entró a la tienda con sus amigas, caminando directamente hacia el mostrador.