La jornada de trabajo de Lina estaba llegando a su fin. Miraba de reojo el reloj en la muñeca y empezó a pensar en aquel acuerdo de pasar la tarde con Daniel. ¡Ay, por qué había prometido algo así! Sin duda, era el camino más seguro hacia un dolor de corazón. Había tenido tanta paz estos meses viviendo sola… Nadie la agobiaba, nadie le gritaba, nadie la hacía llorar. Y ahora, ¿otra vez lo mismo? No… eso no.
Decidió con firmeza que aquella tarde estaría con Daniel solo como amigos. La primera y la última vez. No quería problemas.
Como no había clientes, aprovechó para llamar al hospital y preguntar por Yurchyk. Una enfermera le aseguró que todo iba bien: no estaba muy tranquilo, pero nada grave, algo normal. Lina todavía no había terminado la conversación cuando recibió la llamada de su hermana. Se despidió rápido y contestó.
—Hola, Nadya.
—Hola, Linusya. Mira… tengo que salir a hacer unas gestiones. ¿Podrías recoger a Yulia del jardín de infancia?
—Pues… en realidad tenía planes para esta noche. ¿Y tú cuándo vuelves a casa? —respondió un poco indecisa. No quería negarse, pero ya le había prometido a Daniel.
—Mañana.
—¿Qué? ¿A dónde vas por tanto tiempo? —se sorprendió.
—A casa de mi suegra. Me lo ha pedido mucho. Hace tiempo que no voy. Y el viaje en autobús es agotador. No quiero llevarme a la niña.
—Entiendo… Bueno, ve. Ya me las arreglaré.
—Gracias, querida. Eres la mejor hermana del mundo —canturreó alegre Nadya.
—¿Ah, sí? —rió—. Al menos tú me lo reconoces.
—Claro, si es verdad. Bueno, me tengo que ir. No olvides que la guardería cierra a las seis como máximo.
—Vale. Buen viaje. Mañana hablamos.
A eso de las 16:30, Daniel ya estaba allí. Entró a la agencia con una amplia sonrisa y se dirigió directamente al escritorio de Lina, que ya estaba recogiendo. Apagó el ordenador y ordenó un par de cosas.
—¿Lista? —preguntó él de inmediato, escaneándola con la mirada. Ella se echó el pelo oscuro, hasta los hombros, detrás de la oreja y sonrió.
—¿Y tú, lo estás?
—¿Para qué? —arqueó las cejas, intrigado.
—Vamos, te enseñaré —rió Lina, colgándose un pequeño bolso al hombro.
—De acuerdo. Me tienes intrigado. Solo paso un segundo por casa de mi madre y nos vamos.
Se despidieron de María y salieron. Lina le indicó la calle adonde ir, pero no quiso decirle de antemano que iban a recoger a su sobrina: quería ver la reacción del hombre ante la sorpresa. Y Yulia… bueno, Yulia era toda una caja de sorpresas.
Camino a la guardería, Lina preguntó:
—Espero que no te importe si cambio un poco los planes. ¿A dónde pensabas llevarme?
—Pues… al club de bolos. Hace poco descubrí un sitio muy bueno. ¿No te apetece? ¿Tienes otra idea? —le sonrió antes de volver a concentrarse en la carretera.
Lina se sorprendió admirando sus manos fuertes, cómo giraban el volante con soltura. En su mano derecha llevaba un anillo ancho con alguna inscripción. Daniel tenía la piel naturalmente morena y, con las mangas de su suéter fino remangadas, se veía el vello negro y ralo que le cubría los brazos hasta las manos. ¿Y en el resto del cuerpo? Sintió un impulso repentino de imaginar su torso, su espalda.
¡Qué disparate! ¿Por qué se metían esos pensamientos? ¡Y encima debajo de su ropa! Se enfadó consigo misma. Había planeado no dejarse llevar por tonterías. ¡De ninguna manera! Y ahora…
—No es que esté en contra del boliche… Al contrario, me encanta. Pero… hoy hay que hacer una buena acción. Ya verás —dijo con una sonrisa.
No tardaron en llegar. Al aproximarse a una bonita casa de dos plantas con un colorido parque infantil, Daniel sonrió satisfecho.
—¿A dónde me traes? ¿A un orfanato?
—No, a la guardería. Simplemente…
Él aparcó y la miró con atención.
—Aquí viene mi sobrina. Hoy mi hermana me pidió recoger a Yulia porque va a casa de su suegra.
—¿Ah, sí? ¿Y el marido?
—Está en ruta. Conduce un camión. Casi nunca está en casa.
—Entiendo. ¿Vamos?
—Claro.
Lina volvió pronto con una niña de unos cuatro años, rellenita, de pelo negro. Llevaba una mochilita en la espalda y un juguete en la mano: un pequeño conejo de hilo grueso, de orejas largas. Pero una oreja colgaba extrañamente. Daniel notó que la niña tenía los ojos enrojecidos y estaba muy triste.
Lina se sentó con ella en el asiento trasero. Él hizo un leve gesto de disgusto: le hubiera gustado tenerla a su lado. Pronto quedó claro que la tarde sería muy distinta de lo que había imaginado. Yulia exclamó con vehemencia:
—¡Es un desgraciado!
—Yulya, no digas eso —trató de calmarla Lina.
—¡Sí lo diré! Así dice la abuela de su vecino. ¡Nunca más le daré nada! ¿Cómo pudo hacerme eso? ¡A él también habría que arrancarle una oreja! ¡Descarado, malvado!
La niña no paraba de quejarse y mostraba a su tía la oreja arrancada del conejo, sollozando sin cesar. Daniel la miraba desconcertado desde el asiento delantero. Unos minutos después, Lina le guiñó un ojo para que la sobrina no la viera y dijo:
—Perdona, Dani. Tenemos un pequeño problema… Pero creo que podemos irnos ya —hizo una pausa, sin saber exactamente a dónde. No había planeado invitarlo a casa, y al boliche con una niña pequeña… no era lo más adecuado. Él sonrió, pero Yulia protestó:
—¿Pequeño problema? ¡Es una tragedia! ¡Ese tonto de Sewa le arrancó la oreja a mi conejo! ¿Y ahora qué? —volvió a levantar la oreja, que colgaba como un trapo—. ¡Le duele! —añadió con lágrimas.
—Cariño, no llores. Vamos a curar a tu conejito —dijo Lina, acariciándole la espalda.
—¿Sí? ¿Podrás cosérsela? ¿O me harás uno nuevo? ¿Sabes, Lina? Nastya también quiere uno. Y Tania. ¿Podrías tejerles conejos a ellas también? —la miró con esperanza.
Lina sonrió y miró de reojo a Daniel, que observaba la escena con interés.
—Ya veremos, cielo. Si tengo tiempo, tejeré más. Pero hoy curaremos al tuyo, ¿de acuerdo? No llores —le dijo con ternura, secándole las lágrimas. La niña empezó a calmarse.
—Ajá —asintió, sonriendo a su tía.
—Entonces… ¿a dónde vamos? —preguntó Daniel.