—Lin, ven a mi casa. Cenamos juntos. La verdad, no estaba preparado, el frigorífico está casi vacío. Tal vez podría hacer unos bocadillos de salmón… pero… Podemos pedir algo, —propuso Daniel.
La mujer sonrió ampliamente, algo avergonzada, y miró de reojo a su sobrina. La niña preguntó:
—¿Bocadillos de qué?
—De salmón. Es un pescado. ¿Te gusta? —respondió él.
—¿Pescado? Nooo… —frunció el ceño. Los adultos se miraron y estallaron en risas.
—Entonces, vamos a un restaurante infantil. ¿Te parece? —dijo Daniel.
Hacía poco había pasado por allí y, con ojo profesional, había notado que el edificio tenía un diseño muy original. Un proyecto bien logrado: pequeño, pero con capacidad para mucha gente. Junto a él, un hermoso parque infantil con camas elásticas y columpios.
—¿Un restaurante para niños? ¡Vamos! —exclamó Yulia entusiasmada—. ¿Y allí hay helado? ¿Y patatas fritas?
—Yul, ya sabes que mamá no te deja comer helado ahora. Has estado tosiendo —le recordó Lina.
—Uuuh… —protestó la niña, haciendo un puchero—. ¿Y qué importa?
—Prométeme que te portarás bien y no harás berrinches. Si no, en lugar de ir al restaurante, te llevamos a casa de la abuela y allí te quedas —dijo la tía con calma, pero con firmeza.
No le quedó otra que aceptar. No quería ir con la abuela: era estricta y no le daba ni dulces ni patatas fritas.
—Lo prometo… —sonrió con picardía, mirando a su tía a los ojos.
Daniel también sonrió. Cruzó una mirada cómplice con Lina, arrancó el coche y llevó a las chicas hacia el lugar.
Por el camino, Yulia, por fin, reparó en el desconocido.
—¿Y quién es él? —preguntó a su tía.
—Es… —Lina dudó. Ni siquiera ella sabía qué responderse a sí misma. ¿Quién era Daniel para ella? ¿Un conocido? ¿El hijo de una compañera de trabajo? ¿Un amigo? ¿O algo más importante? Se puso nerviosa.
—Perdona, no os he presentado —se recompuso y habló animada—. Yul, este es mi amigo Daniel. Trabajo con su madre. Daniel, ya conoces a mi sobrina, Yulia.
—Encantado de conocerte —dijo él, volviéndose hacia la pequeña con una sonrisa divertida. Ella le devolvió la sonrisa. Después preguntó:
—Y… tú… ¿qué clase de amigo eres? Mamá dice que las tías mayores tienen distintos tipos de amigos: unos para visitar y pedir dinero, y otros para cosas… ro-man-tí-cas.
Daniel y Lina soltaron una carcajada.
—Yul… —intentó decir algo su tía, pero la niña continuó:
—Tía, ¿y qué es eso ro-man-tí-co? —pronunció con dificultad.
Los adultos se miraron sin saber qué contestar, conteniendo la risa, con las mejillas encendidas.
—¿Ves? No lo sabes —sentenció la niña, muy seria, llevándose una mano a la mejilla—. Ya lo imaginaba. No te preocupes, se lo preguntaré a mamá y luego te lo cuento, ¿vale?
—Ajá… Pregúntale —asintió Lina, lanzando otra mirada a Daniel.
Él trataba de no reír a carcajadas mientras observaba a sus encantadoras pasajeras.
—Entonces, Daniel, ¿qué clase de amigo eres? —insistió la pequeña.
—Cariño, es un muy buen amigo —respondió Lina, para zanjar el asunto. Justo entonces llegaron a la zona de aparcamiento del restaurante infantil. Lina aprovechó para cambiar de tema:
—Mira, ya hemos llegado. Fíjate qué bonito es —le señaló con el dedo el gran parque de juegos: columpios, toboganes, carruseles, camas elásticas, areneros… Yulia olvidó al instante la conversación anterior.
—¡Quiero ir ahí! —empezó a golpear la ventanilla con las manos.
—Espera, ahora iremos. No golpees el cristal.
Aparcaron. Daniel ayudó a las dos a bajar del coche. La pequeña quiso salir corriendo hacia los juegos, pero su tía la detuvo.
Acordaron que Daniel iría a pedir la comida mientras ella se quedaba con la niña en el parque. Así lo hicieron. Él entró al restaurante y, por teléfono, se pusieron de acuerdo sobre qué pedir. Lina, entretanto, intentaba convencer a Yulia de que dejara los columpios. Daniel salió para avisarles, pero la niña aún no quería irse. Lina la tomó de la mano y la llevó.
—Cariño, recuerda: tú eres la niña y yo soy la adulta. Por eso tienes que obedecerme. Sé lo que es mejor para ti. Ahora toca comer. Ya es de noche y llevas rato sin probar bocado.
—Mmm… —refunfuñó, pero la siguió de la mano.
El humor de Yulia cambió al instante al ver sus nuggets favoritos con salsa de yogur. Y un cupcake con crema decorado con una figura de copo de nieve de chocolate blanco.
—¡Hurra! —exclamó con alegría.
—Más bajito, cielo —le acarició el brazo Lina.
Se sentaron. Daniel pidió para su amiga una ensalada de verduras frescas y carne a la parrilla, tal como ella quería. Para él, lo mismo, con patatas asadas, ensalada y salsa. De postre, tarta de frutas.
La pequeña hablaba entre bocado y bocado:
—A bañarse… glup-glup… —sumergía el nugget en la salsa—. Oh, sí… ñam para ti, ñam —mordisqueándolo por distintos lados.
Se manchó toda de salsa, se relamía diciendo que tenía bigotes como el vecino Kiril, y luego terminó de embadurnarse con el cupcake. Un cuadro perfecto.
Daniel reía observando a la niña… y a su tía sonrojada. Cómo comía. ¡Demonios! Qué manera tan deliciosa de lamerse los labios tenía Lina… Le daban unas ganas tremendas de besarlos, de saborear las migas de pastel en ellos. Le divertía la pequeña, pero cada vez deseaba más quedarse a solas con Lina.
Cuando se levantaron, la mujer se inclinó para ajustar los pantalones de su sobrina y atarle los cordones. La mirada de él, involuntariamente, cayó en su escote sugerente. No era muy pronunciado, pero… Recordó de golpe aquella vez que la vio acunando al pequeño Yurchik. Mmm… ¡fue algo irresistible! La bata se le había deslizado y sus pechos parecían suplicar besos. Creaciones perfectas para dar placer a grandes y pequeños.
Casi se quedó sin aire al verla entonces. Y ahora, con la misma fuerza, le daban ganas de estrechar a la hermosa mujer entre sus brazos y hundir el rostro entre sus pechos, sentir su calor, su ternura… y perderse en ellos. Aunque… no, no podría calmarse como un niño. Más bien lo contrario.