Quisiera decir que me siento animada y feliz de volver a este lugar, pero sería una mentira, porque la verdad es que la sensación que me invade es de enojo. Empezando porque fue aquí y aquella noche que todas mis tragedias empezaron. Fue como si esa mala experiencia atrajera todos los problemas que, acepto que ya estaban allí ―como las carencias de dinero―, no obstante, hasta ese momento parecían ser fáciles de sobrellevar.
Todavía recuerdo todo el dinero que me robaron, y si bien agradezco que no me hicieran nada ―lo cual es un poco extraño―, si echo en falta esa plata. Y mamá tiene razón, aunque no va al caso porque no he contratado un conductor, a menos que decida que eso va a cobrármelo después.
¡Qué cuernos!
Estacionamos dentro de la propiedad y desde la ventana puedo contemplar con mayor detenimiento la enorme mansión que se alza tras el alto enrejado. A plena luz del día debería parecer alegre y vivaz, pero me resulta como un muro enorme y sombrío, tanto, como lo es su dueño.
El hombre estaciona y de inmediato va a abrirme la puerta.
―La llevaré dentro ―dice y yo le miro arrugando la frente.
―Está bien ―digo bajando.
Me pongo en pie abrazando mi bolso.
―Sígame por aquí ―añade.
Querría decirle que sé dónde está la puerta porque esa noche pude llegar allí luego de muchas peripecias cargando mi pesado instrumento. Al llegar al porche, mientras yo subo los escalones, me parece estar viendo la imagen mía resbalando con mi chelo.
Sacudo mi cabeza saliendo de mis pensamientos cuando llegamos a la puerta y esta se abre. Es esa mujer de la fiesta, su tía quien nos abre con una sonrisa de oreja a oreja en su cara. En medio de todo me alivia que no sea el hombre de esa noche.
―Gracias por traerla, Ralf, yo me encargo de ella desde ahora.
―El señor.
―Yo me encargo ―le repite acallando cualquier objeción del hombre.
―Como ordene, señora Blackwell ―dice el hombre y se va.
Ella me toma del brazo enlazándolo al suyo y con mucha confianza me lleva al interior del vestíbulo de entrada para llegar a la enorme sala en donde se encuentran las escaleras que llevan a la segunda planta. Otro recuerdo viene de él, allá arriba en la segunda planta solo mirando y desaprobando.
Eso me enoja. Aprieta mis puños. La mujer toma mi mano haciendo que relaje mi muñeca y palmea con suavidad sobre ella como si lo hubiese descubierto.
―Me alegra que hayas venido, tenía muchas ganas de conocerte ―continúa diciendo la mujer.
Me ladeo hacia ella.
―Muchas gracias.
―Te llevaré con mi sobrino, pero antes, quiero que veas algo ―prosigue.
―Está bien ―digo, poniéndome la tarea de no objetar nada.
Así quizás puedo salir rápido de aquí. Ella me lleva por el camino que lleva a un costado de la sala, y luego que nos alejamos tomamos un pasillo cuyas paredes están llenas de cuadros. Las imágenes son familiares, e imagino que el niño en la foto es él. Debo admitir que en las fotos el ambiente se ve más feliz. Seguimos caminando hasta que llegamos al rellano del pasillo y nos enfrentamos con un gran cuadro.
Abro mis ojos porque la mujer rubia y delicada que sostiene el violín la he visto en imágenes, aunque distorsionadas por la ruptura de la pantalla, es imposible no pensar que es ella. Esta no es una foto, es una pintura.
―¿No te llama la atención? ―pregunta acercándose mucho a mi oído, tanto que hace que de un saltito apartándome.
―Es una pintura hermosa.
―Lo es, Balthazar lo encargó a un reconocido pintor, tal vez lo has escuchado.
―Quizás, pero no lo creo.
―Se llama Greco Simoni, es un retratista muy especial porque se dice de él que era capaz de capturar la esencia del alma en cada retrato que realizaba, de allí que sea conocido en un círculo bastante cerrado, además que solo hace retratos por encargos especiales. Él hizo este para Balthazar y asumo que sabes la historia de la bella Hannah.
―Yo… no sé nada. No me gusta inmiscuirme en la vida de los demás ―emito y ella se ríe un poco a carcajadas.
―No seas demasiado modesta, pero espero que sea cierto. De lo contrario, te pediré que no te acerques demasiado a él.
―No lo había pensado, y no estoy siendo modesta ―aclaro.
Ella vuelve a reír.
―De acuerdo ―me dice llevándome por el camino que da al costado izquierdo y que sale de la casa, encontrándonos con un bello jardín.
En el centro hay una bonita pérgola de madera con un comedor, rodeada de plantas y de enredaderas que cubren el techo y cada tronco. En medio de todo es una composición muy bonita y acogedora. No así, la persona sentada a la cabecera del comedor.
―Querido, espero que no te moleste que la haya traído yo.
―Y seguro tomaste el camino más largo ―gruñe él.
―Solo el indicado ―repone ella, acercándose para darle un beso en la frente―, compórtate con la señorita ―agrega.