La Prometida del Duque.

Capítulo 2: El Vizconde de las Sombras

Alistair.

El nombre no fue un pensamiento, fue un impacto. Un eco fantasmal que resonó en el vacío que había dejado en su vida hacía cinco años. Por un instante que se estiró como una eternidad, Annelise permaneció inmóvil, sus dedos aferrados a la fría balaustrada de piedra como si fuera el único anclaje en un mundo que acababa de zozobrar. El aire nocturno, que antes le había parecido un alivio, ahora se sentía gélido, cargado con la electricidad de lo imposible.

Lo vio entregar su sombrero y capa a un lacayo, moverse con una gracia depredadora que no recordaba. El joven idealista que había conocido en los jardines de Kent se había ido. Este hombre era más afilado, sus hombros más anchos, su semblante tallado con una dureza que hablaba de tormentas y no de amaneceres. Era como observar una estatua familiar que hubiera sido rota y vuelta a ensamblar, hermosa pero con cicatrices visibles solo para quien conocía la pieza original.

Una fuerza invisible tiró de ella, obligándola a abandonar el refugio de la terraza y volver a entrar en el brillante calor del salón de baile. Se movió entre los invitados como en un sueño, su sonrisa de porcelana fija en su sitio, un escudo frágil contra el caos que se desataba en su interior. Sus ojos nunca se apartaron de él.

Alistair se detuvo justo en la entrada del salón, esperando. Entonces, la voz potente del mayordomo de su tía resonó, cortando el murmullo general:

—Lord Alistair Beaumont, el Vizconde de Norwood.

Un silencio momentáneo cayó sobre el gentío, seguido inmediatamente por un zumbido de susurros urgentes. Annelise vio de reojo a su tía; la sonrisa de la Baronesa se congeló por una fracción de segundo, sus ojos se abrieron con una mezcla de shock y furia antes de que la máscara de perfecta anfitriona volviera a su lugar. El nombre Beaumont era conocido, pero el título de Norwood lo cambiaba todo. El vizcondado pertenecía al hermano mayor de Alistair, un hombre enfermizo que rara vez salía de sus propiedades. La implicación era clara y escandalosa.

Y entonces, él comenzó a moverse. No se dirigió hacia su tía, la anfitriona, como dictaba el protocolo. Ignoró a los curiosos que intentaban captar su atención. Sus ojos, oscuros y penetrantes, la buscaron a través del mar de rostros y, al encontrarla, fijaron su rumbo.

Cada paso que daba hacia ella era un golpe del martillo de un juez. La multitud pareció sentir la tensión, abriéndose instintivamente para crear un pasillo entre ellos. El corazón de Annelise latía con tanta fuerza que temió que se le saliera del corsé. Se obligó a enderezar la espalda, a levantar la barbilla. No era la chiquilla de dieciséis años que él había abandonado. Era Lady Annelise Ainsworth, y no se rompería.

Finalmente, se detuvo frente a ella. Estaba tan cerca que podía percibir el leve aroma a cuero y a aire nocturno que emanaba de él. Su rostro era el mismo, pero diferente. Una fina cicatriz blanca, casi invisible, rozaba su ceja izquierda. Sus ojos ya no contenían el idealismo soñador de la juventud; ahora albergaban una inteligencia cínica y una sombra de dolor.

—Lady Annelise —dijo, y su voz la golpeó. Era más profunda que como la recordaba, con un timbre grave y una frialdad que la hizo estremecer—. Qué… inesperado placer.

La palabra "placer" estaba teñida de un veneno tan sutil que solo ella podía detectarlo.

Annelise forzó a sus labios a formar palabras.

—Lord Norwood —respondió, su voz sorprendentemente firme—. La sorpresa es mutua. No sabíamos que había regresado a Inglaterra.

Una sonrisa torcida, desprovista de toda calidez, jugó en sus labios.

—Hubo asuntos familiares que requirieron mi presencia —dijo, y su mirada se desvió un instante hacia el otro extremo del salón, donde el Duque de St. James la observaba con el ceño fruncido—. Pero veo que la vida en Londres ha continuado su curso predecible. Escuché su música desde fuera. Tan hermosa y controlada como siempre. Mis felicitaciones por su… eminente enlace.

Cada palabra era una estocada. La estaba acusando, recordándole todo lo que habían perdido.

La ira, fría y afilada, atravesó la niebla de su conmoción.

—Algunos preferimos la seguridad de una composición conocida, mi lord —replicó ella, y sus ojos grises se encontraron con los de él sin vacilar—. A las improvisaciones inciertas que a menudo terminan en un silencio abrupto.

El desafío quedó suspendido en el aire entre ellos.

La sonrisa de Alistair se desvaneció, reemplazada por una expresión indescifrable. Abrió la boca para responder, pero una tercera voz, suave y posesiva, rompió el tenso hechizo.

—Annelise, querida.

El Duque de St. James estaba a su lado, colocando una mano sobre el brazo de ella de una manera que era a la vez un gesto de intimidad y una advertencia. Sus ojos claros y fríos se posaron en Alistair.

—Lord Norwood —dijo el Duque, su tono gélido—. Acaba de llegar y ya está monopolizando a mi prometida. Espero que no la esté importunando.

Alistair miró la mano del Duque sobre el brazo de Annelise y una emoción fugaz, oscura como una nube de tormenta, cruzó su rostro. Se enderezó y ejecutó una inclinación impecable, un modelo de fría cortesía.

—En absoluto, Su Gracia. Simplemente ofrecía mis felicitaciones —dijo, antes de volver a mirar a Annelise—. Lady Annelise. Duque.




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