El murmullo del salón de baile regresó con toda su fuerza, pero para Annelise era un sonido sordo y distante, como si lo escuchara desde debajo del agua. El único punto de anclaje en su realidad era la mano del Duque de St. James, que aún descansaba sobre su brazo. Su tacto, a través de la fina seda de su guante, se sentía pesado, definitivo. Era un gesto de posesión, una marca de propiedad exhibida para que todos, y especialmente un vizconde recién llegado, la vieran.
—¿Te encuentras bien, querida? —preguntó el Duque, su voz un murmullo bajo y controlado cerca de su oído. No había preocupación en su tono, sino un filo de interrogación—. Parecías… perturbada.
Annelise apartó la mirada del lugar por donde Alistair había desaparecido y se obligó a encontrar los ojos del Duque. Eran de un azul pálido, tan claros y fríos como el hielo invernal.
—Simplemente sorprendida, Su Gracia —respondió, su voz un poco más frágil de lo que le hubiera gustado—. Lord Norwood y yo nos conocimos brevemente hace muchos años. No esperaba volver a verlo.
—¿Ah, sí? —El Duque arqueó una ceja, un gesto mínimo que denotaba un interés agudo—. Tu tía no mencionó tal conocido.
—Fue una relación sin importancia. Éramos prácticamente niños —mintió, y el sabor de la mentira fue amargo en su boca.
El Duque la estudió por un momento, su mirada analítica. Lord Sterling no era un hombre que se dejara engañar fácilmente. Era un coleccionista de información, un maestro en detectar las debilidades ajenas.
—Bien. De ahora en adelante, será mejor evitar tales… sorpresas —dijo finalmente—. Tu posición como mi futura duquesa exige una discreción impecable. Un vizconde advenedizo con una reputación dudosa no es una compañía apropiada.
La condescendencia en su voz encendió una chispa de rebelión en el pecho de Annelise.
—¿Reputación dudosa, Su Gracia? —preguntó, incapaz de contenerse—. Acaba de llegar. ¿Qué se puede saber ya de su reputación?
—Yo lo sé todo, Annelise —respondió él con una calma escalofriante—. Sé que el antiguo Lord Norwood murió repentinamente. Sé que su hijo mayor y heredero le siguió a la tumba apenas seis meses después en un conveniente accidente de caza. Y sé que este segundo hijo, Alistair Beaumont, regresa de la nada para reclamar un título y una fortuna que nunca debieron ser suyos. Hay demasiadas conveniencias en su historia. Y yo no creo en las conveniencias.
Su mano apretó ligeramente su brazo, una advertencia silenciosa.
—Mantente alejada de él.
Sin esperar respuesta, la guio de vuelta al corazón del salón, su sonrisa de anfitrión perfecto firmemente en su lugar. Para el resto del mundo, eran la pareja ideal: el Duque poderoso y su hermosa prometida. Nadie podía ver la jaula invisible que se cerraba alrededor de ella.
Mientras tanto, al otro lado del salón, Alistair aceptaba una copa de brandy de un lacayo, sus dedos apretando el cristal con una fuerza contenida. Fingía escuchar la conversación de un barón adulador, pero sus ojos seguían fijos en la pareja.
Vio la mano del Duque sobre el brazo de ella. Vio la sonrisa forzada de Annelise. Vio la máscara de porcelana que ella había perfeccionado. Hacía cinco años, él conocía cada matiz de sus verdaderas sonrisas: la pequeña y tímida cuando él le leía poesía, la risa abierta y libre cuando corrían por los prados. La mujer que tenía delante era una extraña vestida con los recuerdos de su amor perdido.
«Una relación sin importancia». Las palabras de ella resonaron en su mente, cada una un golpe. ¿Era eso todo lo que había sido su juramento secreto, sus planes de fuga, las cartas que él había atesorado hasta que la última, la cruel, lo había destrozado todo?
—Un regreso inesperado, Norwood.
Alistair se giró. Lord Harrington, un viejo amigo de su padre y uno de los pocos hombres en Londres en quien confiaba, lo miraba con ojos astutos.
—La muerte tiene la costumbre de ser inesperada, Harrington —respondió Alistair en voz baja.
—También la tienen los duques eligiendo a sus novias —comentó el anciano, siguiendo la mirada de Alistair—. Apuntar al Duque de St. James es como intentar cazar a un león con un tirachinas, muchacho. Ese hombre no deja nada al azar.
—Quizás por eso es hora de introducir un elemento de incertidumbre en su vida perfectamente calculada —replicó Alistair, y un brillo peligroso se encendió en sus ojos.
Tomó un sorbo de brandy, el licor ardiente no hizo nada para apagar el fuego de su interior. Había regresado a Inglaterra por deber, para reclamar lo que era suyo y encontrar la verdad sobre la muerte de su hermano. Pero al ver a Annelise, tan hermosa y tan atrapada, un nuevo propósito, más antiguo y mucho más peligroso, se apoderó de él.
Creía haber vuelto para enterrar fantasmas.
Pero al mirar a Annelise en los brazos de otro hombre, se dio cuenta de que no había vuelto para enterrarlos.
Había vuelto para reclamar uno.