La Prometida del Duque.

Capítulo 4: La Invitación a un Vals Peligroso

El resto de la velada transcurrió para Annelise en una bruma disociada. Cumplió con su papel a la perfección: sonrió, conversó con damas y lores, y asintió a las observaciones del Duque con una deferencia impecable. Pero su alma estaba en otra parte, siguiendo la estela de una figura oscura que se movía por el salón con una confianza que la fascinaba y aterraba a partes iguales.

Logró escabullirse de la vigilancia del Duque con la excusa de felicitar a los músicos. Mientras les ofrecía cumplidos vacíos, su mirada buscó a Alistair.

Lo encontró conversando cerca de la chimenea, de espaldas a ella. Observó la línea recta de su espalda, la forma en que su cabello negro como el ala de un cuervo contrastaba con el blanco almidonado de su cuello. Recordó la suavidad de ese cabello bajo sus dedos, un recuerdo tan vívido que casi pudo sentirlo. Un escalofrío la recorrió.

—Una velada magnífica, Lady Annelise.

Annelise se sobresaltó y se giró. Un joven barón la miraba con admiración.

—Gracias, Lord Ashworth. Me alegra que la disfrute.

—¿Cómo no hacerlo? Su presencia ilumina el salón.

Perdone mi atrevimiento, pero esta noche, con ese vestido marfil, sus ojos grises parecen dos estrellas capturadas en la niebla.

Annelise ofreció una sonrisa forzada.

—Es usted muy poético, mi lord.

Logró zafarse y encontró refugio cerca de una ventana. Vio su propio reflejo superpuesto a la oscuridad del jardín: un rostro pálido, unos ojos demasiado grandes y asustados. Esa no era la futura Duquesa de St. James. Era una niña perdida que acababa de ver a un fantasma.

Su fantasma, en ese momento, se giró. Alistair pareció sentir su mirada de nuevo, y sus ojos oscuros se encontraron con los de ella a través del gentío. No había frialdad en ellos ahora, sino una pregunta directa, una intensidad que la atravesó y la dejó sin aliento. Él le dio una leve, casi imperceptible, inclinación de cabeza y luego se apartó de su interlocutor.

Comenzó a caminar hacia ella.

El pánico se apoderó de Annelise. El Duque podría verlo. Su tía se daría cuenta. Las advertencias de Lord Sterling resonaban en su cabeza: «Mantente alejada de él».

Justo cuando Alistair había cruzado la mitad del salón, el Duque apareció a su lado, como invocado por sus temores.

—Te estaba buscando —dijo Lord Sterling. Su voz era suave, pero su mano en la parte baja de su espalda era firme, una guía ineludible. Siguió la dirección de la mirada de Annelise y vio a Alistair acercándose.

Una expresión de gélida molestia cruzó su rostro, tan perfectamente simétrico como una estatua griega.

Alistair no se detuvo. Continuó su avance con una calma deliberada, deteniéndose a una distancia respetuosa pero innegablemente cercana de ellos. Ignoró por completo al Duque y se dirigió directamente a Annelise.

—Lady Annelise —dijo, su voz una caricia grave y profunda que vibró en el aire—. La orquesta está a punto de comenzar un vals. Me preguntaba si podría tener el honor.

El silencio entre los tres fue absoluto. Era el guantelete arrojado al suelo. Una invitación a bailar era algo común, pero en esa situación, era una declaración de guerra. Rechazar a un vizconde públicamente sin una buena razón sería un desaire notable, un tema de cotilleo durante semanas.

Aceptar, sin embargo, sería un acto de desafío directo al hombre que se consideraba su dueño.

Annelise levantó la vista hacia el Duque. Su sonrisa no existía; sus labios, finos y pálidos, formaban una línea recta. Sus ojos azules, como témpanos de hielo, estaban fijos en Alistair, prometiendo una retribución fría y certera.

Luego, miró a Alistair. Él la observaba, y solo a ella. Había un desafío en su postura, pero en el fondo de sus ojos oscuros y magnéticos, vio algo más: una súplica. Una petición para que, por un solo instante, eligiera la melodía incierta en lugar de la composición segura.

La primera nota del vals flotó en el aire, dulce y expectante.

La mano del Duque en su espalda se tensó.

La mirada de Alistair la sostuvo cautiva.

Toda su vida, Annelise había hecho lo que se esperaba de ella. Había sido la hija obediente, la sobrina dócil, la prometida perfecta. Pero el hombre que tenía delante representaba todo lo que había perdido, toda la libertad que había anhelado en secreto.

La orquesta esperaba. El salón de baile esperaba. Dos de los hombres más poderosos de Londres esperaban.

Y todo dependía de su respuesta.




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