La Prometida del Duque.

Capítulo 5: Un Vals de Sombras y Susurros

El tiempo pareció detenerse. Annelise sintió el peso de dos voluntades de hierro, una a cada lado, tratando de doblegar la suya. El Duque, con la presión posesiva de su mano. Alistair, con la intensidad suplicante de su mirada. Por primera vez en su vida, se dio cuenta de que el silencio también podía ser un arma. Y eligió usarla.

Con una calma que no sentía, se giró ligeramente hacia el Duque, obligándolo a relajar su agarre.

—Su Gracia —dijo en una voz baja pero clara, destinada solo a él—. Lord Norwood me ha pedido un baile. Rechazar a un vizconde frente a media sociedad sin un motivo aparente causaría una escena. Sería una grosería que atraería la atención de todos. Y usted mismo me ha instruido sobre la importancia de la discreción.

Usar las propias lecciones del Duque en su contra le produjo un escalofrío de poder aterrador. Vio un destello de furia pura en los ojos azules y gélidos de Lord Sterling, una rabia helada que habría congelado a un hombre menor. Pero estaba atrapado por las mismas reglas de la sociedad que tan bien utilizaba.

—Como desees, querida —respondió él, su voz peligrosamente suave. Retiró la mano de su espalda—. Disfruta de… tu baile.

La pausa fue una amenaza en sí misma.

Annelise se sintió liberada. Se giró hacia Alistair, cuyo rostro permanecía impasible, aunque ella pudo notar un leve apretar en la línea severa de su mandíbula. Le ofreció su mano, y en el instante en que sus dedos enguantados se tocaron, una corriente eléctrica, un recuerdo de un contacto olvidado, recorrió su brazo.

Alistair la guio a la pista de baile. Colocó una mano en su cintura, y Annelise posó la suya sobre su hombro. La posición era formal, correcta, pero la proximidad era abrumadora. Podía sentir el calor que emanaba de él, la fuerza contenida en el brazo que la sujetaba. Era tan diferente del toque frío y calculador del Duque.

La música del vals los envolvió, y comenzaron a moverse.

Y fue como si nunca hubieran dejado de hacerlo.

A pesar de los cinco años, a pesar del dolor, sus cuerpos recordaban. Se movían juntos con una fluidez y una gracia que los convirtieron instantáneamente en el centro de atención del salón. Eran una visión: la dama del cabello dorado y el vizconde de las sombras, girando en perfecta armonía.

—Has aprendido a bailar el vals —susurró él, su aliento cálido rozando su sien.

—En cinco años se aprenden muchas cosas, mi lord —respondió ella, sin aliento.

Él la hizo girar, acercándola un poco más. Su rostro estaba a centímetros del suyo. Podía ver cada uno de sus rasgos con una claridad dolorosa: la cicatriz casi invisible, las pestañas oscuras que enmarcaban sus ojos.

—Pero no has aprendido a mentir convincentemente, Annelise —dijo él, su voz baja y cargada de reproche—. «Una relación sin importancia». ¿Es eso lo que fui para ti?

—Fuiste tú quien la convirtió en eso al desaparecer sin una sola palabra —replicó ella, el dolor de años burbujeando a la superficie—. Me dejaste.

Alistair la miró, y por primera vez vio en sus ojos no solo ira, sino una profunda y genuina confusión.

—¿Dejarte? ¿Después de tu carta? Una carta que me desgarró el alma, que me ordenaba no volver a buscarte, que me decía que tu amor había sido un capricho infantil y que habías elegido tu deber. ¿Esperabas que me quedara a suplicar?

Annelise tropezó. Si no fuera por el brazo firme de Alistair que la sujetó, habría caído. El mundo a su alrededor se desvaneció.

—¿Carta? —susurró, su voz apenas un hilo de sonido—. Alistair, ¿de qué carta estás hablando?

La música continuaba, pero ellos apenas se movían, girando lentamente en el centro de la pista, atrapados en su propia tormenta.

—No juegues conmigo —siseó él, el dolor volviendo a endurecer su voz.

—¡No estoy jugando! —insistió ella, mirándolo directamente a los ojos, tratando de que viera la verdad en los suyos—. Te juro por la memoria de mi madre que nunca te escribí una carta así. Esperé. Cada día esperaba una palabra tuya, y nunca llegó.

El silencio fue tu única respuesta.

La última nota del vals vibró y se extinguió.

Se quedaron inmóviles en medio de la pista, el hechizo roto. El murmullo del salón regresó. La realidad regresó.

Alistair la miró, el cinismo en su rostro luchando contra la sinceridad desesperada que veía en los ojos de ella. Una duda, terrible y esperanzadora a la vez, comenzó a nacer en su mente.

Con una rigidez que delataba su conflicto interno, él le ofreció el brazo y la escoltó de vuelta hacia el Duque, que los esperaba como un lobo paciente.

—Su Gracia —dijo Alistair, su voz formal y vacía—. Le devuelvo a su prometida.

El Duque tomó el brazo de Annelise.

—Te agradezco que hayas entretenido a Lady Annelise, Norwood. Ahora tiene deberes más importantes que atender.

Pero Annelise ya no escuchaba. Su mente era un torbellino. Una carta. Una carta que ella nunca escribió. Una mentira que había envenenado cinco años de su vida.

Y mientras sentía el frío toque del Duque, una certeza helada comenzó a formarse en su corazón: el autor de esa mentira estaba, muy probablemente, de pie junto a ella.




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