La Prometida del Duque.

Capítulo 6: La Semilla de la Duda

El regreso al lado del Duque fue como sumergirse de nuevo en aguas heladas. Annelise se sentía extrañamente distante, como si observara la escena desde una gran altura. El resto de la velada pasó en un borrón de sonrisas forzadas y conversaciones vacías. Cada vez que el Duque se dirigía a ella, su mente se repetía las palabras de Alistair: «¿De qué carta estás hablando?».

Cuando finalmente la fiesta concluyó y el Duque los acompañó a la entrada, tomó la mano de Annelise para despedirse.

—El ejercicio parece haberte acalorado, querida —comentó Lord Sterling, su mirada recorriendo las mejillas sonrosadas de ella. Sus labios finos y perfectamente delineados apenas se curvaron—. Mañana te enviaré unas orquídeas para que adornes tus habitaciones. Son flores exquisitas y resistentes. Prefiero las cosas que no se marchitan ante la primera brisa inesperada.

La amenaza velada era inconfundible. Annelise simplemente inclinó la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra.

El viaje de regreso a casa en el carruaje, junto a su tía, fue tenso y silencioso. La Baronesa de Thorne permaneció rígida, su silueta apenas visible en la penumbra, pero Annelise podía sentir la furia emanando de ella como un frío glacial. Tan pronto como la puerta de su mansión en Mayfair se cerró tras ellas, su tía se giró, sus ojos oscuros brillando bajo la luz del candelabro del vestíbulo.

—¿Se puede saber en qué estabas pensando? —siseó, su voz contenida, pero letal—. ¡Bailar con él! ¡Delante del Duque! Has puesto en riesgo todo por lo que hemos trabajado, por un capricho estúpido.

—No fue un capricho, tía —respondió Annelise, sorprendida por su propia calma. Era la calma que sigue al epicentro de un terremoto—. Fue un simple baile. Evitarlo habría sido más llamativo.

—¡No me trates como a una idiota, Annelise! —La Baronesa dio un paso hacia ella, los diamantes de sus anillos centelleando como esquirlas de hielo al gesticular—. Conozco esa mirada. La misma mirada tonta y soñadora que tenías a los dieciséis años. Creí que la habíamos curado.

Una nueva y fría valentía se asentó en el corazón de Annelise.

—Hablando de esa época… —dijo, mirando fijamente a su tía—. ¿Recuerdas por qué se marchó el señor Beaumont tan abruptamente? Todo fue muy confuso.

La Baronesa se detuvo, su expresión se volvió cautelosa.

—¿A qué viene eso ahora? Era un joven sin fortuna que comprendió que no tenía futuro aquí. Te encaprichaste, él se dio cuenta de que apuntabas demasiado alto y se marchó. Fin de la historia. Fue una suerte para ti.

—Él no dice que se marchó. Dice que yo se lo pedí.

—¿Y le crees? ¿A un aventurero que regresa convenientemente a un título manchado por la tragedia? Annelise, por favor. Los hombres como él son volubles. Deberías estar de rodillas agradeciéndome por haberte asegurado un futuro con el hombre más poderoso de Inglaterra.

La tía se acercó y le arregló un rizo dorado que se había soltado.

—Olvida a ese muchacho. Es un fantasma. Y los fantasmas no tienen cabida en nuestros planes. Ahora, vete a la cama. Mañana tienes prueba de vestido para tu ajuar de boda.

Annelise obedeció en silencio. Subió la gran escalera y se encerró en su habitación. Pero no se fue a la cama. Se acercó a la ventana y miró la noche londinense, su mente trabajando febrilmente.

Él dijo que hubo una carta. Mi tía dice que él simplemente se marchó. Ambas cosas no pueden ser ciertas.

Una mentira. Una mentira deliberada y cruel había destrozado dos vidas. Y las dos personas que más se beneficiaban de esa mentura eran su tía y el Duque. La niña ingenua que había llorado durante meses por un abandono silencioso murió en ese instante. En su lugar, nació una mujer con un propósito. Tenía que saber la verdad.

A varias calles de distancia, Alistair miraba por la ventanilla de su propio carruaje, sin ver las farolas que pasaban. La imagen de los ojos grises y horrorizados de Annelise estaba grabada en su mente.

«Te juro por la memoria de mi madre que nunca te escribí una carta así».

Nadie, y menos la Annelise que él había conocido, invocaría un juramento tan sagrado a la ligera. Durante cinco años, había alimentado su dolor con el fuego del odio hacia ella. Ese odio había sido su coraza, su combustible. Y ahora, se resquebrajaba.

Si ella no escribió la carta… ¿quién lo hizo?
¿Y por qué?

La respuesta parecía tan obvia que era insultante.

Alguien quería alejarlo de ella. Alguien con el poder y la falta de escrúpulos para jugar con sus vidas como si fueran piezas de ajedrez.

Alistair apretó el puño. Había regresado a Londres para desentrañar los secretos de la muerte de su hermano. Ahora, tenía un nuevo misterio que resolver, uno mucho más personal.

No se trataba solo de limpiar el honor de su familia.

Ahora, se trataba de reclamar una verdad robada. Por él. Y por ella.




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