Annelise despertó no con la habitual apatía de una prisionera en una jaula dorada, sino con una claridad helada. El miedo seguía ahí, un nudo frío en el estómago, pero ahora estaba afilado por la punta de la ira. Durante cinco años había llorado por un fantasma, odiando su propia debilidad por amar a un hombre que la había descartado. Ahora sabía que no había amado a un cobarde, sino a una víctima, igual que ella.
La mentira era un veneno, y ella había estado bebiéndolo lentamente. Hoy comenzaría a buscar el antídoto.
Se vistió en silencio, observada por su doncella personal, Hannah, una mujer de mediana edad cuyos ojos amables habían visto a Annelise crecer.
Hannah fue la única que no comentó su aspecto pálido, limitándose a colocarle un chal sobre los hombros.
—Parece que hará frío hoy, mi lady —dijo suavemente. Annelise le dedicó una pequeña y agradecida sonrisa.
El desayuno con su tía fue una lección de guerra fría.
La Baronesa habló del tiempo, de la lista de invitados para una próxima cena, de los méritos de la seda italiana sobre la francesa para un vestido de novia. Su conversación era un muro de trivialidades, diseñado para dejar claro que el incidente de la noche anterior estaba zanjado y no debía volver a mencionarse.
Fue a media mañana cuando llegó el recordatorio del poder del Duque. Un lacayo entró en el salón portando una caja enorme. Dentro, descansando sobre un lecho de satén, se encontraba el arreglo de orquídeas más espectacular que Annelise había visto jamás. Eran flores exóticas, de un blanco níveo con motas de un púrpura profundo, casi negro. Eran magníficas, altivas y, de alguna manera, carentes de vida. Eran flores de un coleccionista, no de un amante.
La tarjeta, escrita con una caligrafía impecable y precisa, decía simplemente: «Para que recuerdes la belleza de la resistencia. S.».
Annelise sintió un escalofrío. No era un regalo, era un mensaje. Una reafirmación de su advertencia.
Miró las flores perfectas y frías, y luego su mirada se posó en su pianoforte. Allí estaba su verdadera voz, su única arma. Se sentó y dejó que sus dedos vagaran por las teclas, improvisando una melodía inquieta y disonante que reflejaba su estado de ánimo. Necesitaba contactar a Alistair. Escribirle una carta era demasiado arriesgado; su tía controlaba el correo entrante y saliente. Un encuentro casual era poco probable y dejaría demasiado al azar.
Necesitaba un método que solo ellos dos pudieran entender. Un lenguaje secreto.
Entonces, lo recordó. Hacía cinco años, en la campiña, Alistair le había regalado una colección de partituras. Entre ellas había una sencilla canción popular escocesa llamada "El Brezo Solitario". Se habían reído porque la melodía era algo torpe, y Annelise la había rearmonizado, añadiendo acordes melancólicos y un pasaje complejo en el medio. Se convirtió en su canción. Un secreto musical que solo ellos compartían.
Una idea, audaz y peligrosa, floreció en su mente.
Llamó a Hannah.
—Hannah, necesito tu ayuda —dijo en voz baja, asegurándose de que su tía no estuviera cerca—. Y necesito tu más absoluta discreción.
La lealtad en los ojos de la doncella fue inquebrantable.
—Siempre, mi lady.
Annelise tomó una copia en blanco de la partitura de "El Brezo Solitario". Con mano firme, escribió la versión original y simple. Pero en el cuarto compás, justo donde comenzaba su pasaje secreto, hizo una pequeña marca, una fermata (una pausa) sobre una nota. Un músico cualquiera no le daría importancia, pero Alistair… Alistair lo entendería. Era una pausa. Una pregunta. Un "detente y escucha".
Luego, en una hoja aparte, escribió una nota:
«Para la atención de la tienda de música de a la Sra. Gable. Adjunto esta partitura para su colección. Confío en que llegará a manos de aquellos que aprecian las melodías olvidadas. Una dama interesada en la música.»
Pero la verdadera instrucción estaba dirigida a Hannah.
—Llevarás esto a la tienda de música de la Sra. Gable en Bond Street —le indicó, entregándole un par de monedas—. No le darás la nota. Simplemente le dirás que un caballero te ha pedido que dejes esto para un tal Lord Norwood, quien pasará a recogerlo más tarde. Dile que es de parte de un viejo conocido que comparte su interés por las… antigüedades escocesas.
Era un riesgo enorme. Confiaba en la discreción de la Sra. Gable, conocida por su profesionalidad, y en la inteligencia de Alistair para descifrar un mensaje tan velado.
Hannah tomó el paquete sin hacer preguntas.
—Considérelo hecho, mi lady.
Mientras su doncella salía en su misión secreta, Annelise se quedó de pie en medio del salón. El aroma de las orquídeas del Duque llenaba el aire, un perfume frío y dominante. Pero por primera vez, no se sintió asfixiada.
Había respondido a la amenaza silenciosa de las flores con el susurro desafiante de una partitura.
Había hecho su primer movimiento.
Ahora, solo podía rezar para que el vizconde de las sombras supiera escuchar la música.