La Prometida del Duque.

Capítulo 9: El Brezo Solitario

Conseguir salir de la mansión fue una proeza de estrategia digna de un general. Annelise, con una calma que le sorprendió a sí misma, había informado a su tía que el encierro le había provocado un terrible dolor de cabeza y que un breve paseo en carruaje por el parque, recomendado por el médico, era lo único que podría aliviarla. La mención de su "delicada condición" y la necesidad de verse radiante para los planes del Duque fue suficiente para que la Baronesa accediera, aunque con reticencia, enviándola con su fiel doncella Hannah como chaperona.

El carruaje la dejó cerca de la Serpentina, y Annelise caminó con Hannah hacia el bosquecillo de abedules que ella y Alistair habían reclamado como suyo años atrás. Le pidió a Hannah que la esperara a una distancia prudencial, lo suficientemente cerca para mantener las apariencias, pero lo suficientemente lejos para permitir la privacidad.

Cada minuto que pasaba era una tortura. Se sentó en un banco de piedra oculto entre los árboles, alisando las faldas de su vestido de paseo color pervinca. ¿Y si él no había entendido? ¿Y si consideraba que el riesgo era demasiado grande? El sol de la tarde se filtraba entre las hojas, pintando el suelo con manchas doradas. Era la hora tranquila, su hora secreta. Un crujido de una rama seca la hizo levantar la vista de un salto.

Él estaba allí.

Había aparecido en silencio, como una sombra que se materializa. No llevaba la elegancia formal de la noche anterior, sino la ropa de montar de un caballero: botas altas, calzones de ante y una chaqueta de tweed oscuro que acentuaba la anchura de sus hombros. Su cabello negro estaba ligeramente revuelto por la brisa, y por un instante, sin la armadura de la alta sociedad, volvió a ser el Alistair que ella recordaba.

—Annelise —dijo, su voz grave y desprovista de la frialdad de la noche anterior.

—Viniste —susurró ella, y el alivio fue tan inmenso que sintió que las rodillas le flaqueaban.

—Enviaste la música —respondió él, acercándose—. Creí que la habrías quemado hace mucho tiempo.

—Hay cosas que no se pueden quemar —dijo ella, mirándole directamente a los ojos. No había tiempo para juegos ni para el orgullo herido—. Alistair, sobre la carta…

—Lo sé —la interrumpió él, su mirada oscura fija en la de ella, intensa y seria—. Lo vi en tus ojos anoche.

Lo supe en el instante en que juraste por tu madre. No la escribiste.

La admisión, tan simple y tan llana, fue como una absolución. Annelise sintió que un peso que había cargado durante cinco años se disolvía, y las lágrimas que había reprimido por tanto tiempo pugnaron por salir.

—No —dijo, su voz quebrada—. Y tú… tú no me abandonaste.

—Nunca —respondió él con una ferocidad que la hizo estremecer—. Me desterraron con una mentira.
Se sentó a su lado en el banco, no demasiado cerca, pero el espacio entre ellos vibraba con palabras no dichas.

—Mi tía —dijo Annelise finalmente, la palabra sabiendo a veneno—. Tuvo que ser ella. Y el Duque…

El Duque lo sabía. Anoche me advirtió sobre ti, Alistair. Sabía de la muerte de tu padre, de tu hermano… Lo sabía todo. Su conocimiento es tan… antinatural.

La mandíbula de Alistair se tensó, convirtiendo su atractivo rostro en una máscara de furia contenida.

—Lo sé. Me estoy dando cuenta de que la red de ese hombre es más extensa de lo que imaginaba. Annelise, no creo que el "accidente" de mi hermano fuera tal. Creo que el Duque está conectado a todo esto, que quería el camino despejado, tanto en los negocios como… en otros asuntos. La misma mano que me apartó de ti puede ser la que me arrebató a mi familia.

La enormidad de sus palabras la dejó helada. Esto era mucho más que un amor roto; era una conspiración de una maldad insondable.

—¿Qué hacemos? —preguntó ella, la desesperación tiñendo su voz.

Alistair se giró para mirarla, y por primera vez desde su regreso, la frialdad de sus ojos se disipó por completo, dando paso a una calidez protectora. Extendió la mano y, dudando solo un instante, tomó la de ella. Su piel era cálida y fuerte contra la suya, un contacto real y sólido después de años de fantasmas.

—Luchamos —dijo con sencillez—. Juntos. Yo buscaré pruebas en el mundo de los hombres: finanzas, abogados, testigos que puedan haber sido comprados. Buscaré la verdad sobre mi hermano, y sé que me llevará hasta el Duque.

Hizo una pausa, apretando suavemente su mano.

—Pero la prueba de la mentira que nos separó… esa prueba debe de estar en tu casa. Una carta, un diario, una anotación en un libro de cuentas de tu tía. Algo que demuestre que la carta fue falsificada.

Annelise asintió, una nueva determinación naciendo de su miedo.

—La buscaré. Lo juro.

El tiempo se agotaba. Pronto, su ausencia sería notada. Debían separarse.

—No podemos volver a vernos así —dijo él, a regañadientes, soltando su mano—. Es demasiado peligroso para ti. La tienda de la Sra. Gable será nuestro buzón. Si encuentras algo, o si yo lo hago, dejaremos un mensaje allí.

Se puso de pie, convirtiéndose de nuevo en el imponente Vizconde de Norwood.

—Ten cuidado, Annelise. No subestimes a tu tía, ni al hombre con el que quiere que te cases. Son despiadados.




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