La Prometida del Duque.

Capítulo 10: El Contenido de un Cajón Secreto

La oportunidad se presentó dos días después, envuelta en el pretexto de la vida social. La Baronesa de Thorne tenía una cita ineludible con los abogados del Duque para revisar los preliminares del contrato matrimonial, un asunto que, según le informó a Annelise con gravedad, la mantendría ocupada durante toda la tarde.

En cuanto el carruaje de su tía abandonó la propiedad, Annelise puso su plan en marcha. El corazón le latía con la fuerza de un pájaro atrapado. Su objetivo era el estudio de la Baronesa, el santuario privado desde donde su tía manejaba sus finanzas, su correspondencia y, Annelise estaba segura, sus conspiraciones.

—Hannah, necesito que vigiles el vestíbulo —le susurró a su doncella—. Avísame con tres golpes suaves en la puerta si regresa antes de tiempo.

La leal doncella asintió, su rostro pálido pero resuelto.

—Como una estatua estaré, mi lady. Nadie pasará sin que yo lo sepa.

Annelise entró en el estudio. La habitación era el vivo retrato de su tía: impecablemente ordenada, lujosa y fría. Un escritorio de caoba pulida dominaba el centro, y las paredes estaban revestidas de libros encuadernados en piel. El aire olía a cera de abejas y a papel viejo. Se sentía como una profanadora en un templo.

Sin perder tiempo, se dirigió al escritorio. Los cajones superiores contenían papel de carta, plumas y libros de contabilidad. Los cajones inferiores, los que probablemente guardaban los secretos, estaban cerrados con llave. Annelise buscó frenéticamente en los lugares obvios: debajo del escritorio, en los jarrones, en las cajas de escritorio. Nada.

Su mirada recorrió la estantería. ¿Dónde escondería una mujer como su tía una llave importante? No en un lugar sentimental, sino en uno lógico, o irónico. Sus ojos se detuvieron en un volumen de aspecto solemne: "Principios de la Filosofía Moral". Con un presentimiento, sacó el libro. Estaba hueco. Y dentro, sobre un forro de terciopelo, descansaba una pequeña llave de latón.

Con manos temblorosas, probó la llave en el cajón inferior derecho. Giró con un suave clic. Annelise contuvo la respiración y abrió el cajón. Dentro no había cartas sueltas, sino una pequeña caja de despacho de madera de palisandro, también cerrada con llave. Por fortuna, una segunda llave, aún más pequeña, acompañaba a la primera en el libro hueco.

Abrió la caja. Su interior estaba lleno de legajos de cartas atadas con cintas. El corazón se le detuvo. En la parte superior había varias hojas sueltas. Las desdobló. Era un borrador. Vio frases tachadas, palabras reescritas, y reconoció la caligrafía elegante y angulosa de su tía. Y las palabras… las palabras eran las que Alistair le había citado, llenas de un desdén frío y calculador. Era la prueba de la falsificación.

Sintió una oleada de náuseas, pero debajo de los borradores encontró algo que la golpeó con una fuerza aún mayor. Eran cartas. Varias de ellas.

Atadas con una cinta azul desvaída. La dirección en el sobre superior estaba escrita con una letra enérgica y familiar. Su nombre. Lady Annelise Ainsworth. Y el remitente… A. Beaumont.

Eran las cartas de Alistair. Las que él le había escrito después de marcharse. Las que ella nunca había recibido. Las que su tía le había jurado que no existían.

Con un temblor que ya no podía controlar, desató la cinta y abrió la primera carta. La fecha era de apenas dos semanas después de su partida forzosa.

«Mi queridísima Annelise», comenzaba. «Cada milla que me aleja de ti es una tortura. No entiendo tu silencio. ¿Acaso la carta que te envié desde Dover no llegó? Te ruego, mi amor, que me envíes una sola palabra para asegurarme que sigues siendo mía. Sin ti, todo carece de sentido. Tuyo para siempre, Alistair.»

Las lágrimas corrieron por las mejillas de Annelise. No solo le habían mentido, le habían robado la verdad. Le habían permitido creer que él la había olvidado, mientras él, en la distancia, sufría por su silencio, un silencio que ella nunca supo que debía romper.

En ese momento, tres golpes suaves y urgentes sonaron en la puerta del estudio.

¡Hannah! ¡La Baronesa había vuelto!

El pánico se apoderó de ella. Con una velocidad febril, volvió a colocar las cartas de Alistair en la caja, excepto la primera que había leído. Guardó esa y el borrador de la falsificación en el bolsillo oculto de su vestido. Cerró la caja, la metió en el cajón, cerró el cajón con llave, devolvió las llaves al libro hueco y colocó el libro exactamente en su lugar en la estantería.

Justo cuando salía del estudio y cerraba la puerta tras de sí, oyó la voz de su tía en el vestíbulo. Se deslizó por el pasillo y subió las escaleras, el corazón martilleándole en el pecho con la fuerza de un tambor de guerra.

Llegó a su habitación y se apoyó contra la puerta cerrada, respirando con dificultad. Sacó los dos papeles de su bolsillo. La prueba de la mentira de su tía. Y la prueba del amor inquebrantable de Alistair.

Ya no era una conspiradora. Ahora tenía munición. Y estaba lista para la guerra.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.