La Prometida del Duque.

Capítulo 14: El Vals de la Verdad

Annelise descendió la gran escalera, y un silencio expectante se apoderó del salón de baile. Cada par de ojos en la sala se posó en ella. Con su vestido de satén y perlas, y las orquídeas blancas adornando su cabello dorado, era la imagen misma de la perfecta nobleza. Nadie podía ver el hielo en sus venas ni el fuego en su corazón.

Al pie de la escalera la esperaba el Duque. La tomó de la mano, sus dedos fríos apretando los de ella.

—Deslumbrante —murmuró, su voz una posesión satisfecha—. Eres todo lo que esperaba.

La guio a la pista para el primer baile. Fue un minueto, una danza tan precisa, formal y carente de emoción como él. Mientras se movían, él le señaló a los invitados más importantes, describiendo su valor político y financiero. No le hablaba a una compañera, sino a una socia de negocios, a un activo adquirido. Annelise sonrió y asintió, su mente afilada como un cristal roto.

A mitad del baile, las grandes puertas del salón se abrieron y la voz del mayordomo resonó, cargada de sorpresa.

—Lord Alistair Beaumont, el Vizconde de Norwood.

Un jadeo colectivo recorrió la sala. La música vaciló. Alistair entró, no como un invitado, sino como una fuerza de la naturaleza. Vestido con un impecable frac negro, su presencia era un desafío andante. Ignoró las miradas de asombro y se dirigió directamente hacia el centro de la sala, donde se encontraba la orquesta.

La Baronesa se acercó rápidamente a Annelise y al Duque.

—¿Qué hace él aquí? ¡No fue invitado! —siseó, el pánico apenas velado en su rostro.

—No te preocupes, querida Baronesa —dijo el Duque, sus ojos azules entrecerrados con peligrosa calma—. Me encargaré de este pequeño imprevisto.

Pero Alistair fue más rápido. Con un gesto de la mano, silenció a la orquesta y levantó una copa de champán que había tomado de la bandeja de un lacayo.

—¡Un momento, por favor! —su voz resonó, clara y autoritaria, captando la atención de todos—. Si me lo permiten, quisiera proponer un brindis por la feliz pareja.

Nadie podía rechazar una petición tan cortés. El Duque y la Baronesa se vieron obligados a quedarse quietos, con sonrisas forzadas.

—Brindo por Su Gracia, el Duque de St. James —comenzó Alistair, su voz cargada de una ironía mordaz—. Un hombre que lo consigue todo. Un maestro de los pactos y los acuerdos, que entiende que todo, y todos, tienen un precio.

Luego se giró hacia Annelise.

—Y brindo por la encantadora Lady Annelise. Una dama cuyo corazón es tan verdadero que no pudo escribir una mentira, ni aunque su futuro dependiera de ello.

Sacó un papel de su bolsillo. El borrador de la carta.

—Digo esto porque hace cinco años, una carta cruel y falsa me apartó de ella. Una carta que, como pueden ver en estos torpes borradores, no fue escrita por la mano de Lady Annelise, sino por la de su ambiciosa tía, la Baronesa de Thorne.

La Baronesa soltó un grito ahogado y se tambaleó.

—¡Esto es un ultraje! —bramó el Duque.

—¿Ultraje, Su Gracia? —continuó Alistair, impertérrito—. ¿Es más ultrajante que comprar las deudas de un hombre muerto para chantajear a su viuda? ¿Que forzarla a entregar a su sobrina como pago, asegurándose de que ningún otro pretendiente pudiera interponerse?

Alistair arrojó un segundo documento a una mesa cercana: una copia del acuerdo de compra de la deuda. El silencio en el salón era ahora tan profundo que se podía oír el crepitar de las velas.

—Annelise nunca me rechazó —concluyó Alistair, su voz ahora más suave, llena de una emoción contenida. Sacó la carta arrugada que ella le había dado—. Fui engañado. Y ella fue silenciada. Esta es una de las muchas cartas que le escribí, y que nunca recibió. Permítanme leerles solo una línea: «Te ruego, mi amor, que me envíes una sola palabra para asegurarme que sigues siendo mía». Ella nunca pudo responder.

El Duque, su rostro una máscara de furia lívida, dio un paso adelante.

—¡Guardias! ¡Sáquenlo de mi casa!

Pero era demasiado tarde. El escándalo había explotado, y era magnífico en su devastación. En ese momento, Annelise, que había permanecido en silencio junto al Duque como una estatua de hielo, hizo su movimiento final.

Dio un paso deliberado, alejándose del Duque y acortando la distancia que la separaba de Alistair. Se detuvo a su lado y se dirigió a la atónita multitud.

—Cada palabra que ha dicho Lord Norwood —dijo, su voz firme y clara como una campana—, es la verdad.

Ese fue el golpe de gracia. La negación del Duque murió en sus labios. Estaba acabado.

Annelise se giró y miró a Alistair. Él la miró a ella. Y en medio del caos de su propia creación, rodeados por los susurros y las miradas de la alta sociedad, sonrieron.

No era una sonrisa de alegría. Era la sonrisa de dos supervivientes. La sonrisa de dos almas que habían atravesado el infierno y se habían encontrado al otro lado.

Juntos. Y finalmente, libres.




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