La Química de lo Prohibido

Capítulo 1: «Au» (Oro)

Vittoria

Miro a las personas que están reunidas a mi alrededor, creo que conozco a algunos rostros mientras que otros no me parecen familiares. Dante era una persona conocida, de ese tipo que hace amigos en cualquier lado. Su jefe y compañeros de trabajo también asistieron, aunque no me llevo bien con ninguno de ellos. 

Solo dos días han pasado desde que no está con nosotras, el proceso no fue tan demorado porque murió en el acto al chocar contra un poste. Nunca olvidaré las palabras que aquellos dos oficiales pronunciaron, ni mucho menos el coraje que tuve que reunir para decirle a mi hija que su padre había fallecido. 

Cara no lloró ni se derrumbó como imaginé que lo haría, ella simplemente se cerró y aferró a mí como si fuera su polo a tierra o como si temiera perderme también. Mi hija no ha pronunciado una palabra, lo que se suma a mi dolor y culpa. 

No dejo de repetirme que fui la causante de esto, si tan solo yo… No puedo terminar de pensarlo, no cuando siento que mi alma se agrieta más. 

Mis lágrimas caen como gotas de oro líquido mientras observo el ataúd de Dante descender lentamente hacia la tierra. El cielo, antes luminoso y lleno de promesas, se siente opaco y sin esperanza. Es como si el sol mismo hubiera perdido su brillo, reflejando el hueco que ahora ocupa mi corazón.

—Hoy despedimos a un hijo, un esposo y un padre. Un buen hombre que será extrañado por muchos. —Son las palabras que el párroco pronuncia—. Dante era un buen hombre, su muerte fue repentina y será extrañado. 

Cara, mi pequeña hija, se aferra a mi mano con fuerza, sus ojos, tan parecidos a los de su padre, reflejan la confusión y la tristeza que yo misma siento. No deberíamos estar viviendo esto. No deberíamos estar despidiéndonos de Dante, de la vida que habíamos construido juntos.

—Oremos para despedir a este ser amado. —Nos insta el padre. 

El frío del sepulcro se filtra hasta mis huesos mientras lanzo la última rosa al ataúd. Mi voz, quebrada y apenas audible, pronuncia palabras de despedida que se pierden en el viento, como susurros que nadie más puede escuchar.

—Siento como si mi corazón se partiera en dos, Dante —susurro, como si las palabras pudieran llegar a él en algún lugar más allá de esta realidad—. Te llevaste una parte de mí contigo, y ahora estoy perdida en este océano de dolor.

El sol se oculta detrás de las nubes, sumiendo el paisaje en sombras que reflejan la oscuridad que ahora llena mi alma. Cierro los ojos, tratando de contener el dolor que amenaza con desbordarse, pero las lágrimas siguen su curso, impidiendo cualquier intento de contención.

Cara aprieta su rostro contra mi falda, buscando consuelo en el refugio de mi abrazo. Soy su ancla en este momento de incertidumbre, pero ¿quién será mi ancla cuando las olas del dolor amenacen con arrastrarme? ¿Dónde encontraré la fuerza para ser su guía cuando mi propio camino está nublado por la pérdida?

La multitud se disuelve lentamente, dejándonos a Cara y a mí ante la realidad ineludible. El eco de las palabras de pésame se desvanece, pero el peso de la tristeza persiste. Me arrodillo junto a la tumba recién cavada, dejando que la realidad de la pérdida se hunda en mí como una moneda lanzada a lo más profundo de un pozo sin fondo.

La vida sigue, dicen. Pero, en este momento, todo lo que siento es un vacío dorado, como si el oro que alguna vez brilló en nuestra vida se hubiera desvanecido en la penumbra de la muerte.

Cargo a mi pequeña con la intención de irnos, pero mis ojos, aún nublados por las lágrimas, se posan en la figura familiar que se acerca al sepulcro. Piero, el mejor amigo de Dante y se supone que también mío, emerge de entre la lejanía con la mirada fija en el ataúd. La sorpresa se mezcla con mi dolor, formando una amalgama de emociones que me dejan sin habla.

—Dante, hermano —Escucho que murmura Piero, su voz llena de pesar mientras coloca una mano sobre la fría lápida. 

Mi atención no puede apartarse de él. Es como si el tiempo se hubiera detenido, y estoy atrapada en un momento donde la realidad y la incredulidad chocan. Su cabello castaño sigue siendo igual, nunca pudo controlar su rebeldía. Eso y sus ojos siguen iguales, el resto de él es diferente. Tiene un cuerpo musculoso y esbelto, no hay rastro del joven escuálido que vi hace tanto tiempo. Piero Rossetti a sus veintinueve años es todo un hombre, uno con el que estoy molesta. 

Incrédula, parpadeo varias veces, asegurándome de que no estoy imaginando la presencia de Piero. Mi corazón late con fuerza, no solo por el dolor de la pérdida, sino también por la sorpresa de ver a alguien que ha estado ausente durante tanto tiempo.

—Piero —articulo finalmente, mi voz apenas audible en la quietud del cementerio. 

Se vuelve hacia mí, y nuestros ojos se encuentran. En su mirada veo un reflejo de la tristeza que siento, pero también hay algo más, algo que no puedo identificar de inmediato.

La molestia se acumula dentro de mí. Diez años. Diez largos años en los que no tuve noticias de él. Una década en la que construí una vida, me enamoré, me casé, fui madre, y él… él estaba ausente en todo eso. La furia se mezcla con la tristeza, creando una tormenta en mi interior.

—¿Dónde estabas, Piero? —Mi voz suena más fuerte, más aguda de lo que pretendía. Las emociones fluyen a través de mí como una marea, y no puedo contenerlas. La incredulidad da paso al enfado—. ¿Diez años y ahora decides aparecer?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.