Vittoria
Tres días más tarde, el dolor sigue igual de intenso, sin embargo, debo continuar. Cara y yo estamos retomando nuestra rutina poco a poco, aunque ella sigue sin hablar. Por ese motivo, la llevaré a su primera sesión con la psicóloga. Luego, tendré una reunión con el abogado de Dante que me citó en su oficina.
—¿Estaba rico el desayuno? —Le pregunto a Cara.
Asiente a modo de respuesta, sigo haciéndole las mismas preguntas todos los días y lo que obtengo es silencio. Uno que es tan fuerte que me ensordece, por irónico que eso sea. Extraño su dulce voz, echo de menos lo feliz que era.
—Iremos a hablar con una señora muy amable, ¿de acuerdo? —Ella solo me observa.
Suspiro y le doy una sonrisa tranquilizadora, pero por dentro me siento impotente por no haber podido ayudarla en casa. Lo que me hace plantearme que tan buena madre soy.
Cara y yo nos terminamos de vestir, salimos de casa y subimos al auto, pero primero compruebo el cinturón de su asiento más de tres veces antes de sentirme satisfecha, me ubico detrás del volante, respiro para calmar los nervios y arranco rumbo a nuestra consulta. Desde el accidente, conducir no se siente igual.
Llegamos al consultorio del psicólogo, un lugar tranquilo y acogedor que parece ofrecer justo lo que necesitamos en estos momentos. Cara camina a mi lado, su mano aferrada a la mía con una fuerza que revela su ansiedad.
—Estamos aquí para ayudarte, cariño —Le digo suavemente, tratando de transmitirle una sensación de seguridad que ni siquiera yo siento por completo.
La psicóloga, la doctora Matteo, nos recibe con una sonrisa cálida y comprensiva. Su presencia irradia una calma tranquilizadora que me da esperanzas de que hoy podamos comenzar a sanar las heridas que han dejado nuestras almas desgarradas.
—Buenos días, Vittoria, Cara. Soy la doctora Aless Matteo. Por favor, pasen y siéntense —Nos indica con amabilidad, y seguimos sus instrucciones, tomando asiento en las cómodas sillas que nos esperan en la sala de consulta.
La doctora dirige su atención hacia Cara, cuyos ojos grandes y llenos de incertidumbre se encuentran con los de la psicóloga.
—Hola, Cara. ¿Cómo te sientes hoy? —pregunta con voz suave, su tono empático buscando establecer una conexión con mi hija.
Cara baja la mirada, jugueteando con las mangas de su suéter. Su silencio habla volúmenes, revelando el peso del dolor que lleva dentro.
—¿Podrías contarme qué te ha estado pasando? —insiste la doctora Matteo, su tono de voz lleno de paciencia y comprensión.
Silencio. El aire se llena de una tensión palpable mientras esperamos la respuesta de Cara. Mi corazón late con fuerza, deseando desesperadamente que mi hija encuentre las palabras que necesita para liberar el dolor que la ha mantenido prisionera.
—Es por papá, ¿verdad? —intervengo, mi voz temblando ligeramente. Cara asiente con la cabeza, sus ojos llenos de lágrimas que amenazan con desbordarse.
—¿Quieres hablar sobre él? —escudriña la doctora, su tono suave y tranquilizador.
Un suspiro escapa de los labios de Cara, y por un momento, parece considerar la idea. Finalmente, levanta la mirada y susurra con voz temblorosa:
—Yo… no sé cómo decirlo.
—¿Puedes esperar afuera, Vittoria?
La doctora Matteo me pide amablemente que salga de la habitación para que Cara se sienta más cómoda.
—Claro. —Titubeo.
Cierro la puerta detrás de mí, quedándome en el pasillo, sintiendo la ansiedad apretar mi pecho. Mis oídos captan apenas susurros de la conversación dentro de la sala, pero lo suficiente para darme cuenta de que mi hija está compartiendo sus pensamientos más íntimos.
—¿Puedes contarme ahora? —indaga la doctora Matteo, su voz suena suave y comprensiva.
— Sí… a veces mamá y papá discutían mucho. —Escucho la voz de Cara, pequeña y frágil.
Mi corazón se encoge al escuchar su confesión. Mi niña, que ha cargado con el peso de nuestras disputas, ahora encuentra un espacio para liberar sus emociones reprimidas.
—¿Qué escuchabas durante esas discusiones? —tantea con delicadeza.
—No sé, eran cosas de adultos. Pero siempre eran muy fuertes, y yo… a veces me asustaba. —Cara titubea, sus palabras tintadas con la tristeza que ha llevado en silencio.
La verdad de sus experiencias se me clava como una aguja en el corazón. ¿Cómo pudimos dejar que nuestros problemas afectara a nuestra hija de esta manera?
—A veces, creo que papá no me amaba. Y yo… no lo extraño. Pero mamá está triste, y eso me pone triste a mí también. —confiesa Cara, y su honestidad me golpea con una fuerza abrumadora.
Me apoyo contra la pared, sintiendo el peso de la culpa que se acumula en mis hombros. No solo he perdido a Dante, sino que también he fallado en proteger a mi hija de las tormentas que azotaron nuestro hogar.
—Aun así, yo quiero mucho a mamá y no quiero que ella llore por papá. —agrega Cara, su voz tierna y amorosa.