Un lacerante dolor de cabeza me obligó a despertar. Abrí los ojos despacio, preguntándome por qué sentía que alguien había dado brincos sobre mi craneo mientras dormía.
La luz entraba con intensidad por la ventana, dejándome saber que hacía rato que había amanecido.
Tenía la boca seca y el estómago revuelto, pero sobre todo, tenía frío. Me senté sobre la cama y llevé ambas manos a mis sienes, esperando que aquello pudiera contener la jaqueca.
—¡Dunia! —llamé a mi doncella—. ¡Dunia, por favor, enciende el fuego!
En ese momento, escuché el chisporroteó de las las llamas. Llevé mi atención a la chimenea y me di cuenta que estaba encendida. A pesar de ello, yo me estaba congelando.
De golpe, fui consciente de algo mucho más importante. Esa no era mi chimenea, ni esta mi cama. Me levanté de un brinco, lo que hizo palpitar mis sienes. Recorrí la habitación despacio, confirmando que no reconocía el lugar. Trastabillé unos pasos sin rumbo, preguntándome dónde me encontraba, entonces mis pies tropezaron con la falda de mi vestido y caí al suelo alfombrado.
El impacto fue poca cosa comparado con la forma que me dolía la cabeza. Me levanté y tomé la falda entre mis manos para no volver a tropezar, entonces me percaté de que llevaba puesto el vestido de novia y los recuerdos me inundaron.
En lugar de asistir a mi ceremonia de casamiento, había salido al mirador y me había encontrado con el hombre de cabello plateado. Él había prometido librarme de la boda si aceptaba su propuesta y yo había accedido. Luego no recordaba más. ¿Había vuelto a alucinar? Tal vez me había casado con Kuno y no lo recordaba, tal vez esta recámara era la suya. ¿Me había transportado inconsciente a Cumbre Gris? ¿O es que mi alucinación había durado todo el trayecto a casa de mi nuevo esposo?
Caminé hacia la ventana y me asomé fuera, me encontraba en una torre alta a cuyos pies se extendía un jardín completamente cubierto de nieve; en las ramas de los árboles se habían formado carámbanos que empezaban a gotear bajo la luz del día. No obstante, lo que más llamó mi atención no fue lo que había en tierra, sino en el cielo. El sol de invierno brillaba en las alturas, no había una sola nube en el horizonte. Esto no era Cumbre Gris, llamado así por sus cielos siempre nublados y atmósfera opacada. Tampoco estaba en Roca Dragón. El estilo de la construcción en la que me encontraba era completamente distinta a la que acostumbrábamos en Dranberg. En realidad, era distinta a cualquier lugar que hubiera visitado en mi vida.
La incertidumbre acrecentó mis nauseas. Odié sentirme tan perdida.
Traté de abrir la ventana, pero, al momento de tomar el seguro, sentí una palpitación dolorosa.
—Ouch —dije al tiempo que revisaba mi mano.
Una enorme cicatriz roja cruzaba mi palma de extremo a extremo. Se me acalambró el estómago, ¿la alucinación me había cortado en la vida real? Pasé el dedo sobre la cicatriz, incrédula y anonadada.
Un chirrido a mis espaldas, alguien estaba abriendo la puerta de la recámara.
—¿Kuno? —pregunté en voz medrosa.
Quien cruzó el umbral fue el hombre de cabello plateado. Eric recordé que su acompañante lo había llamado.
Mi respiración se saturó de ansiedad. Un sudor frío humedeció mi espalda. Me quedé quieta, engarrotada en mi sitio como una estatua de marfil.
—Buenos días, querida esposa, ¿qué tal dormiste? —preguntó él con voz enigmática.
Tragué saliva, sin saber qué iba a explotar primero, si mi cabeza por el dolor o mi corazón por lo rápido que latía.
—¿Quién eres? ¿Por qué me llamas esposa? —pregunté pegando la espalda contra el muro más cercano.
El hombre esbozó una sonrisa indolente, sin ocultar que encontraba divertido mi desconcierto.
—Ayer nos casamos, Nadine, ¿ya lo olvidaste? Vaya, debes tener muy mala memoria —replicó, condescendiente.
Comencé a negar de forma infantil, con el cuerpo rígido y la boca seca.
—Mentira… yo no me casé contigo… estábamos en el mirador y tú preguntaste…
—Te pregunté si deseabas que te librara del matrimonio con el perdedor al que tu familia te comprometió y tu respuesta fue sí —concluyó él por mí—. Tus palabras exactas fueron: acepto tu propuesta. Pues bien, ahora estás casada conmigo.
—¿Cómo podemos estar casados? ¡Ni siquiera sé quién eres! —chillé, cerrando los puños para que no notara el temblor de mis manos.
—Eso se resuelve fácil —el hombre caminó hacia mí e hizo una elegante reverencia—. Eric Snowborn, rey de Frostmore, un placer.
En un movimiento sutil, Eric tomó una de mis manos cerradas para plantar un beso en mi dorso, cual galante caballero. Sus labios eran tan fríos como su piel. Traté de retirar mi mano, pero él cerró sus dedos tomándome con más firmeza y pegó su nariz un poco más a mi dorso para inspirar.
—Que agradable aroma —comentó para sí mismo. Di un tirón más fuerte para contraer mi mano. Eric me soltó. Al ver que me replegaba al muro, volvió a sonreír—. Tu esposo no muerde, Nadine —dijo, divertido.
—Deja de decir que eres mi esposo. No estamos casados, jamás hubo una ceremonia, ni una fiesta…