Hace mucho tiempo, en una granja de Buenos Aires, vivía Camila Rodríguez. Una joven muy inteligente que no tenía padres, sino una madrastra malévola. Esta mujer deseaba que Camila fuera una nueva Cenicienta de la actualidad; sin embargo, Camila anhelaba cambiar su suerte, así que hoy (luego de tantos años, he decidido contar mi historia).
Despierto con una pequeña sonrisa sobre mis labios y miro el suelo sucio, lleno de mugre. El sonido que sale de mis labios es dulce y halagüeño.
¿Quién diría que este día es el último en este lugar?, pienso.
Camino con cuidado hacia el living; me detengo con brusquedad al visualizar a Celine, mi madrastra. Esa mujer siempre encuentra el modo de destrozar mi vida; primero, asesinó a mi padre; segundo, se encargó de que mi niñez fuera exactamente igual a la de Cenicienta.
La observo desde mi lugar, pero ella se acerca a paso de chita. Me quedo mirando sus ojos de color avellana hasta que siento el timbre sonar, como toda una ama de casa, me dirijo hacia la puerta y la abro. Lo primero que veo es a un sujeto con una valija, inmediatamente, el hombre me empuja y se adentra a la casa. Me quedo quieta, inmóvil, y sin comprender la actitud de aquel señor.
Cuando estoy segura de que ya puedo cerrar la puerta, siento que algo la detiene. Bajo la mirada y noto un zapato, así que decido abrir de nueva cuenta la puertezuela, de par en par. Esta vez, hay otro joven, pero no me empuja ni se hace el desentendido, en vez de eso, él me mira (con sus iris amielados) y me regala una pequeña sonrisa.
Me siento lista para decir algo, pero no sale nada de mis labios. Simplemente, me hago a un lado y dejo que aquel hombre se adentre a la casa. Toma seis valijas y se dispone a ingresar. Casi de inmediato puedo notar que él es un mucamo; parece ser que la familia de Celine trata siempre a todos mal.
Esta vez, decido que lo mejor es cerrar la puerta, ya que el timbre no vuelve a sonar. Supongo que ya no habrá más visitas por el día de hoy, puesto que la noche se comienza a notar.
El clima frío, húmedo y oscuro deja en claro que el invierno está comenzando. Esta noche, como muchas otras, se ha levantado viento; la humedad del ambiente nos comunica que mañana hará demasiado calor.
Doy gracias a Dios de que la cena ya está lista hace dos horas y media. Mis labores, por el día de hoy, ya concluyen. Eso sí, tendré que invitar al nuevo sujeto a cenar conmigo, ya que los empleados nunca comemos con los patrones.
Camino hacia la sala de estar, me quedo quieta y espero que alguien necesite mis servicios. Sin embargo, nada sucede. Los originales se dirigen a cenar en el comedor, pero su “amigo” también. Yo me quedo helada, no entiendo, no comprendo cómo es eso posible.
Decido hacerle una seña al joven moreno, pero me ignora. Corro a velocidad apresurada directo a la vinoteca, donde agarro uno de los espumantes más conocidos de la estancia; regreso a la mesa y les sirvo a todos en sus copas. Me detengo en la copa del mucamo y lo miro, hago como si algo se me hubiera caído, todo para que él me preste atención (cosa que logro).
Se supone que hace como si su utensilio se cayera al suelo, así que se agacha y me mira con su ceño completamente fruncido. Esa mirada me suena muy familiar, sí, es la misma que la de Celine. Casi como un resorte vuelvo a mi posición inicial.
—Lo siento, señor.
Él traga saliva sonoramente y se acomoda en su silla. Me sigue con la mirada, hasta que me desvanezco en la silla de la cocina.
Lucía, mi compañera de trabajo, me observa jugar con la cena. Se da cuenta de que algo no está nada bien, pero no pregunta nada, solo juega con mi mente.
—Deberías hacer como esta familia, Cam.
Suelto una carcajada sonora y niego.
—Yo no quiero ser una más de la multitud, yo soy y seré diferente al resto. ¿Es tan complicado? —Sonrío segura de mis palabras, pero la pregunta me deja muchas inseguridades.
¿Puedo ser diferente al resto de la gente?, pienso con tristeza.
Yo no quiero dinero, quiero que el amor y la felicidad toquen mis puertas.