Mis ojos se movieron de un lado a otro siguiendo el veloz vaivén del lápiz, apretado entre una mano trabajando furiosamente contra el cuaderno recargado en el árbol; era un milagro que la hoja no se hubiera hecho pomada a esas alturas. Pero lo más llamativo, lo más increíble, era que los trazos seguían siendo precisos, calculados en medio de la brutalidad del esfuerzo de, ¿qué? ¿Sólo acabar rápido? ¿Ganar un record?...
Moví la cabeza buscando un mejor ángulo, una vez más, y un riachuelo helado fluyó desde la paleta, hasta mi mano y hasta el suelo, causándome una sacudida involuntaria, ayudada por la brisa otoñal. En teoría, yo estaba en las mesas del exterior —sombrilla incluida— del local de helados, y él casi al borde de la banqueta. Estiré la mano hacia una servilleta de emergencia sobre la mesa, frunciendo los labios perlados de frío contra el muchacho incapaz de quedarse quieto. ¡Y era todo él, no sólo sus manos! ¡Como un saltimbanqui! Cambiaba de posición constantemente y, a pesar de todo, la silueta gris en el papel iba cobrando forma a alarmante velocidad, mientras yo daba lametones a la desgraciada paleta. La verdad, había más paleta en el pequeño charco en el pavimento que en mi boca.
Pero mi mirada estaba atrapada.
Una y otra vez mis ojos volvían al inicio, al artista de espaldas, ajeno a mí; ajeno a nada que no fueran sus líneas difuminadas, tan vivas y...
Un claxon me despertó del embrujo, atravesando mis oídos. La bocina de la camioneta de mis padres. Me levanté, ya con sólo un palito de paleta en mano, escaneando mi ropa en busca de manchas. Hasta que cruzó por mi mente la idea de qué haría el pobre muchacho si se volteara, qué pensaría de su acosadora, y al momento corrí más que troté hacia el carro, presa de la alarma. El cabello impulsado por el viento giró hacia mi cara y brinqué a la camioneta escupiendo cabellos, y unos cuántos adheridos a la cara pegajosa, sabor limón veraniego.
Deslicé la puerta de la camioneta, y al subirme tuve la clara sensación de que alguien me miraba, por apenas uno o dos segundos, en lo que me llevó volver a cerrar la puerta. Miré por la ventana una última vez, pero el artista ni siquiera estaba volteando. Después de arrancar el coche, cuando la estructura que era la escuela por fin iba alejándose del panorama, el muchacho por fin alzó la cabeza, y sus penetrantes ojos se clavaron en los míos, casi con ansias. Unos ojos castaños, almendrados, profundos, y cargados de preguntas. Paralizada, le sostuve la mirada tanto como pude, hasta que la distancia le fue tornando más y más pequeño, hasta perderle de vista.
Era la primera vez que permanecía contemplando los ojos de un extraño.
Y la primera vez que contemplaba unos ojos tan intensos, y tan tristes.