Por primera vez en meses, llegué tarde a la escuela.
Ahora tendría que marcar en mi trozo de papel un punto menos para mí. Una tradición sobre un papel arrancado de una libreta de cuadritos pequeños, escrito alrededor de diez años atrás, firmado por una pequeña yo que se atrevió a firmar como Olivia de la Rúa, en un papel que ponía Prometo esforsarme siempre en llegar bien, mamá y papá.
Un perfecto día soleado, Judy decidió que debíamos escabullirnos de la escuela, y lo logramos, un par de niñas de siete años franqueando la vergonzosa seguridad de una escuela primaria. Por alrededor de media hora, nos columpiamos, trepamos, dimos saltos, piruetas, y correteamos como pollitos por el pasto, en el parque cercano, a sólo una cuadra de distancia. Antes de la hora, miembros de la escuela, las autoridades y nuestros padres estaban ahí, furiosos. Recuerdo haberme detenido en pleno intento de vuelta de carro, tan asustada de la expresión con la que me miraron que me quedé erguida y quieta, y cuando mamá tiró de mi brazo empecé a llorar como si me hubiera golpeado. En realidad causamos algo muy grave, pero en ese momento no lo sabía. Acabamos por cambiarnos de escuela, afortunadamente juntas de nuevo, mi mejor amiga y yo.
Judy me vio tan deprimida esos días que envió a mis padres su propia promesa en papel, que rezaba un poco diferente, si bien firmado por la señorita Judith Seymour:
Prometo esforsarme siempre-- en hacer a Oli yegar tarde.
Y cada vez que lo lograba, intencional o no, conseguíamos un marcador y pintábamos un puntito en la hoja. El pobre papel terminó luciendo como víctima de una viruela de circo, con puntos irregulares de al menos siete colores distintos, verdes, rosas, amarillos... La idea sobrevivió de primaria a secundaria, de secundaria a preparatoria… Hasta ahora. Y, justamente ahora, me embargaba la tristeza cada que recordaba que, después de su mudanza, nadie volvería intentar hacerme llegar tarde.
Pero de todos modos, hoy, apenas semanas después de aquello, llegué derrapando a la entrada, justo cuando el encargado empezaba a cerrar la entrada.
—¡Espere! Por favor —Insté, deslizándome previsoramente entre el muro y la puerta.
Me miró con extrañeza, tal vez recordando vagamente que esto no solía pasarme a mí, y dio un bufido que interpreté como aprobación, y me escurrí en el espacio que quedaba. Un sol frío, reminiscencia de la lluvia de la noche anterior, me acompañó a cada paso largo en mi andar al salón. Me senté, y aprovechándome de los cuchicheos a mi alrededor, giré el cuerpo entero en mi asiento descaradamente hacia un lado, hacia el otro, inútilmente. Junto a mí no había nadie con quien pudiera quejarme, sin recibir una respuesta en torno a lo siento mucho y ¿en serio?, o, en su defecto, una broma ridícula o altisonante. Y no estaba de tan buen humor para esas cosas. Mi maestro más frecuente llegó tarde, como era usual, sentándose pronto y exigiendo puntualidad entre gruñidos, despidiendo el mismo intenso olor a menta de todos los días, con el que parecía buscar asfixiarnos a todos. Pero ni siquiera él logró distraerme con sus materias, en las que era experta. Tenía la cabeza en otro lugar.
Conforme pasó la clase y llegó el receso, y anduve por los pasillos, sola, aguardando algo, hasta que caí en cuenta de que así iba a ser de ahora en adelante, y una punzada de congoja se expandió dentro mi pecho. Mi mejor amiga estaba en ese preciso momento en otra clase, en otra escuela, en otra ciudad.
Entonces escuché mi nombre. O al menos eso esperaba.
—¡Oli! —Divisé a Rebeca entre la muchedumbre, logrando pasar sin tanto problema, gracias a su complexión, ágil y delgada— ¿Qué tal el segundo día?
—Como el primero, excepto que el bus pasó tarde, y caminé tan rápido que casi caigo en un hoyo —Respondí, correspondiendo a su sonrisa— Pero hey, esperé menos para la gran entrada del Sargento Menta.
—Ah, las ventajas de llegar tarde. Qué envidia —Se hizo a un lado para no estorbar el paso, aunque uno de sus pies continuó tamborileando el suelo.
—Lo sé, es mi día de suerte —Respondí, escudriñando los alrededores en busca de algo que le salvara, y a mí. Esa pausa, al parecer, más bien la empujó a seguir.
—Pero en serio, ¿cómo has estado? ¿Qué has hecho? —Dijo ella al fin, en una sonrisa vagamente cautelosa— No supimos nada de ti en vacaciones. Fue como si el trabajo te hubiera comido.
Mentiras, pensé. Tal vez ella y yo no fuéramos propiamente amigas, pero ella y Judy sí que lo eran, y apostaba un brazo a que le había contado más cosas de las que debería.
—No hay mucho qué contar, Beca —Contesté simplemente— Todo sigue igual, excepto por Judy. Sobreviviré.
Me regaló un último amago de sonrisa, justo antes de que empezaran los gritos, provenientes del patio. Nos giramos al instante, alarmadas, junto con todos los que quedaban en los corredores. La mayoría de alumnos se movió entonces, corriendo, caminando velozmente, a ver qué estaba pasando. Les seguí presa del impulso de grupo, de la curiosidad, y un cierto temor. Al llegar al exterior noté vagamente que Beca ya no estaba conmigo, y divisé a los alumnos replegados en media luna, alejándose lo más posible de cierta área.