La Sandía

CAPÍTULO I. LA SANDÍA ACOSTADA

     ¿Qué hubiese sido de la sandía, si no despertaba confundida en aquella sucia mesa de madera?, ¿sentiría la misma rabia, para largo rato, después de voltear y verse el trasero?

     Unas secas hojas amarillas entraban por la ventana de la cocina, caían justo a su lado, sin tocarle los brazos que tenía extendidos sobre el dulce jugo rojo que salía de su cuerpo. Un viento iba entrando, las demás verduras alrededor miraban, cómo todavía seguía adormeciéndose por el dolor hueco que sentía en su espalda, sin intención de ayudarla.

      Una sombra en forma de cono se acercaba a ella, con un cabello verdoso yéndose hacia delante y detrás, aunque también para dónde sus manos estaban. Apenas veía aquella expresión cansada que tenía la sandía, aún no estaba del todo atenta sobre lo que le habían hecho por atrás, por lo que se mantenía con una boca bastante abierta y unos ojos fatigados por el bombillo de sala. La falta de jugo le empezaba a afectar.

–Estás menos gorda, sandía –le indicó la zanahoria, la más vieja de la bolsa de verduras, poblada de hoyos por doquier y con unas tímidas raíces, que siquiera se molestaron en brotarles completamente cerca de sus ojos. Estaba desconcertada por ella, la notaba fuera de su lugar, no le respondió con ninguno de sus comentarios provocadores y por primera vez, no fue terca como la berenjena. –Las moscas vendrán por ti, tienes suerte que sea de noche. Hum, si no te levantas, las hormigas sabrán dónde estás. ¿Es eso lo que quieres, sandía?

     Todos amaban observarla en ese estado tan débil e indefenso, ya nadie se atrevía a dar unos pasillos y ayudar con sus palmas a levantarla. No era rellena como antes, pero un montón de jugo y semillas estaban dentro de ella y le exigía a esa vieja zanahoria a que pidiese cooperación del resto de las verduras.

     Algunos se negaban desde la puertecilla del refrigerador, la cebolla –por supuesto– aunque estuviese muerta de miedo y tristeza a que los otros la oliesen, bajó la cabeza y entró de nuevo a su bolsa. Desde la cima, el aguacate se burlaba a propósito por un comentario que la sandía le había hecho hacía mucho y no quiso olvidarlo siquiera en ese instante, estaba enojada y no le gustaba que preguntasen por qué su semilla era gigantesca. La había puesto en su contra.

     A unas tazas de la esquina, se alzaban en puntillas unos cuatro pimentones pequeños, bastantes críos. Se peleaban uno con otro, para que al menos lograse escalar alguno, pero su competitividad los empujaba al fondo de porcelana y rechinaban cada vez que lo intentaban.

     Una diminuta mancha comenzó a dar un paseo por allí, hacía poco ruido y saboreaba los invisibles trozos de pan que se podían divisar sobre la mesa, aunque había conseguido un festín, decidió mantener su paso y toparse con algo mucho mayor. Odiaba hacer tantos viajes. Todos, desde lejos, parecían haber sabido de su presencia y unos zumbos de mucho cuchicheo rebotaban al otro extremo de la cocina, del refrigerador. Ya era muy conocida y se asustaban con pronunciar su nombre.

      Más tarde, un silencio vino tras un viento que trajo más hojas, esa vez cubriendo su cara. La vieja zanahoria estuvo sorprendida que reaccionase ante ello y a sus palabras no, estaba retrocediendo para resbalarse entre el jugo y la textura marchitas de ellas, que se pegaban más a la mesa.

–Sandía.

–Estoy bien –expuso, con voz carraspera. Pasó de forma salvaje sus dedos sobre su cara, rasgó cualquiera hoja que le escondiese los ojos y no le permitiera ver más la luz del bombillo. Ella creía estar en un sueño, pero cuando trató de levantarse, apenas podía alejarse unos centímetros de donde se encontraba acostaba. Caía una y otra vez encima de sí misma, de su propio jugo, y chispeaba lo que tuviese en las cercanías.

     Sobre la hormiga fue una de esas gotas, quedó aturdida y tan sólo, elevó sus antenas. Supo que había algo para ella en esa mesa, ya en los últimos días, era poco lo que podía llevarle a su reina. A veces, recogía los cabellos marchitos que mudaban las zanahorias cuando paseaban por allí y recorría el doble de su camino, porque no era suficiente. Recuperó sus fuerzas al rato.

–Me ocurre algo.

–Sí –afirmó la vieja zanahoria y pisó sobre las hojas, estaba atenta a que no tocase el color rojo que invadía todas partes. Había mucho más que al momento que estuvo extraviada quién sabe dónde, su insistencia le provocó que su trasero iniciase a quebrarse solo, en varios pedazos y soltar más caldo.

     Ella deslizaba su mano sobre sus nuevas caderas. Atascadas. Se encontró con unas cuantas semillas entremetidas en ellas, eran las que la impulsaban a dar esos brincos para pararse, pinchó unas con sus uñas y las lanzó lejos. En ocasiones, se les salían disparadas desde sus entrañas, quizás por lo gorda que estaba. O eso creía.



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En el texto hay: humor, crimen, fruta

Editado: 13.07.2020

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