Contaba los días para irse, la sandía se desesperaba cada vez que la cebolla se le acercaba para hablar de su vida, no podía simplemente ignorarla y no era por cortesía que se quedaba escuchándole toda esa palabrería hedionda, con la que vivía.
Supo que la anciana zanahoria tenía razón, ese nivel del refrigerador estaba casi desértico, a excepción de la esquina a la izquierda, donde unos pepinos descansaban a lo largo de la mañana. Además, tuvo suerte de haber cabido, rozaba la superficie de plástico del siguiente piso y la ventilación no estaba mal, tan sólo que no disipaba la intensa peste que impartía la cebolla y de ese olor a tantísima humedad, que provenía de las bolsas que nunca se habían sacado hacia la tabla de picar.
Todo parecía allí como un museo, una colección de reliquias y comidas exóticas en aroma y textura, fuera del refrigerador apenas era posible ver una de ellas pasear con naturalidad, los pepinos ya no lo hacían y recordaba sus jóvenes apariencias, una vez que se había mudado a su canasta. Sin embargo, las frutas y verduras no eran para nada divertidas de observar; la zanahoria se comportaba muy amable y aun así, no llegaba a convencer a la sandía de sus verdaderas intenciones, o fue así sin tomar en cuenta lo que pensaba de su aspecto.
Desde la primera noche que se acurrucó junto a la taza de granos rojos, se la imaginó como una verdura bastante escurridiza en algún instante del pasado, sus hoyos habrían sido quizás por una pelea con las tropas, o castigo de la mafia uval, o una invasión de hormigas, o picoteos de una paloma. Y eso no la dejaba tranquila de si estaba siendo cuidada por la responsable de su cortada, creyó que podría haber estado arrepentida de coger uno de los cuchillos de la caja y clavárselo, en la mitad que jamás veía, por una razón que ni ella conseguía justificar.
Insistía que sería por lo mismo que los demás lo hubieran hecho, un odio gigantesco por lo agridulce que se volvía adonde sea que iba o miraba. Envidia por su forma, cáscara y caldo. Nada que no fuese lo que ya se conocía en la casa, sin embargo, era increíble que pretendiese sospechar de la olvidada zanahoria.
Aunque no estuvo segura si se trataba de ella y si fue atacada con un cuchillo, pudo haber sido otra cosa, como la propia ventana o un empujón de un estante. Incluso sí misma. Le costaba intentar acusarla, en realidad no sabía mucho de ella y siquiera se atrevía a averiguarlo, al preguntarle más sobre cómo solía ser.
Le miraba con extrañeza, con dudas.
–Esta mañana, la luz se encendió demasiadas veces, y no escuché a nadie subir –explicó la señora Pepino a la cebolla, al instante que se despertó alterada por notar que la taza de granos, en que la sandía se apoyaba cada noche, estaba lejos de su lugar. La habían empujado hacia los bordes y con una estirada de brazos que se le diera, se caería enseguida, decidieron por no moverla y esperar a que alguien escalase y la devolviera con los pies.
La hedionda cebolla había estado con el ojo puesto en quién entraba o salía del refrigerador, llevaba casi toda su vida en el primer piso y todavía creía en que cualquiera que abriera la puerta, iría a hacerles daño y acababa por no descansar, a causa de la inquietud. No hicieron falta semanas para que la sandía la tomara como una loca, aunque de verdad lo fuera, a veces sus reacciones hacían que los demás presintieran el mismo aire de asechamiento que ella tenía y lo sucedido con la taza, también le ponía dudas a la terca sandía.
Se había quedado callada, con su nuevo trasero recostado en el muro amarillento y con sus gruesas piernas, cubriendo la enorme silueta marrón que había dejado la bolsa en donde dormían la zanahoria y la cebolla. Sentía lo pegajoso que el plástico alguna vez se había vuelto y las observó hablar, no podía imaginarse por qué no cruzaban la puerta y la pena que tenían ambas por su apariencia, no podía persuadir a la sandía de que hubo algo más que les provocaba un hormigueo, al charlar de lo que más allá sucedía.
Al principio, pensó que exageraban, pero el modo de cómo la cebolla se estremecía parecía ser el verdadero escrúpulo jamás había tenido. La sandía sabía identificar mentiras, era experta en hacer escenas y llevar al extremo lo más insignificante que se le topaba, le incomodaba creer que la cebolla fuera mejor que ella, sin embargo, tan sólo quiso ver cómo estaba.
Ya muchas cosas le ocurrían a ella, como para parar de considerar que faltaban otras por venir, si lo que decía la señora Pepino era más que cierto, ¿no debía de estar la sandía, en lugar de la cebolla, tan desesperada? Le dolía el ovalado cuerpo tras pasarlo por su mente, supo que dentro de unos días, cuando estuviese mejor, tendría que ir a visitar a Don Melocotón y nadie le haría daño, o problemas de sobra habrían en la cocina y más allá, en la huerta.
Editado: 13.07.2020