La sombra del Flamboyán

Parte 1

Después de arreglarme y desayunar me fui a la biblioteca donde trabajaba; tenía jornada de mañana. El trabajo era sencillo y cómodo pero el sueldo muy bajo. Aun así estaba contenta; ve- nían, en su mayoría, estudiantes, escogían un libro y se retiraban en silencio para hacer sus consultas;en otras ocasiones se los lle- vaban a casa en cuyo caso tenía que apuntarlo en su ficha. El tiempo pasaba rápido... menos aquella mañana que parecía que se me había parado el reloj.

Cuando salí a la calle, el frío era intenso. Me subí la bu- fanda hasta la nariz y el cuello del abrigo cuanto pude. Caminé por las heladas veredas con sumo cuidado para no caer.

En casa se estaba muy bien; mi padre era un hombre su- mamente friolero y la calefacción funcionaba a tope. Había pu- chero para comer. Este plato me gustaba tanto, en estos meses gélidos, como el asado en el buen tiempo, cuando se encendía la parrilla y se armaba la mesa larga en el patio; el asado en mi casa se solía hacer el sábado y siempre había gente de fuera, amigos o familiares que hacían amenas y simpáticas aquellas sobreme- sas. Mi madre preparaba un delicioso postre; nosotras, mis her- manas y yo, colocábamos la mesa y mi hermano ayudaba a papá en la parrilla. En el grupo no faltaba nunca mi primo Luis que simpatizaba mucho con mi hermana Lola; para ella no había fiesta si él no estaba. Se veía claramente un romance serio, aun- que a mis padres no les hacía ninguna gracia por aquello de la consanguinidad. A mi hermana Delfina, como era la pequeña, todo el mundo le dedicaba piropos, repitiéndole una y otra vez lo guapa que estaba; así es que ella se ponía muy contenta dis- frutando con estas reuniones. También era para mí mi hermana predilecta. Alta, delgada, rubia y ojos azules; alegre y extrover- tida, sin duda la más bonita de la casa; ella lo sabía por lo cual la coquetería era un gran defecto que mermaba sus encantos.

 

Por el contrario, Raúl y yo nunca simpatizamos dema- siado. Me llevaba tan solo tres años pero su mundo y el mío nada tenían en común. En cuanto a Lola, la mayor, hacía su vida y siempre me trató como la hermana menor que nació cinco años después que ella y que, de vez en cuando, le usaba su barra de carmín o la sombra de ojos... cosa que no sé por qué la sacaba de quicio.

Aquel día, al llegar a casa me encontré con un cuadro nada agradable: mi padre le estaba echando un buen sermón a Lola por lo del primo, pero mi hermana, tan autoritaria como él, le hacía frente, (dicho sea de paso era la única que se atrevía a tanto).

Las últimas palabras que oí, antes de un tremendo portazo, fueron: “Tengo 27 años y sé perfectamente lo que me conviene así es que deja ya de darme órdenes porque voy a hacer lo que quiera...”

Es de suponer que, después de aquello, mis padres estaban sumamente alterados. Cuando nos sentamos para comer todos guardamos un silencio sepulcral; se creó una atmósfera irrespi- rable donde el único ruido que se oía era la respiración furibunda de mi padre y la voz medrosa de mi madre que nos preguntaba, con el cazo en la mano, si queríamos más. Por descontado que la silla de Lola estaba vacía. Casi se me había olvidado mi cita de la que no pensaba decir nada.

A las seis me arreglé y, cuando fui a despedirme, mi padre que leía el periódico, se quitó las gafas y con la mayor acritud me interpeló: “¿Y tú, dónde vas?, ¿ Es que también vas a hacer lo que quieras sin dar explicaciones?...

 

—Voy otra vez a la exposición; ayer había demasiada gente y no pude verla bien... —comenté con un hilo de voz.

—Bueno, pero ya sabes a qué hora se cierra esa puerta — dijo con el ceño fruncido señalando la puerta de la calle.

Era evidente que en mi casa se avecinaba una buena tor- menta. Me marché sin ver a mi hermana, que seguía encerrada en su cuarto. Quizá fue egoísmo mío no querer participar de su disgusto pero, en aquel momento, mi pensamiento estaba fuera de mi hogar.

Salí a la calle con la sensación de haberme liberado de una carga y apuré el paso temiendo algún mal presagio que hiciera abortar mi cita. Era lo más importante que me ocurría en mucho tiempo y no quería ni pensar en otra cosa que no fuera reunirme con López Leoviño para hablar de pintura.

Cuando llegué a la sala solo había dos personas contem- plando la exposición y López, sentado en una butaca, leía un libro. Me acerqué a él con el temor de que ya no se acordase de mí.

—Buenas tardes –dije temiendo interrumpir su lectura.

—¡Hola, buenas tardes! ¿Tienes frío? —preguntó en un tono jovial.

—La verdad es que hace un día infame. En su tierra esta- rán a más de treinta grados ¿no?

—Sí, allí es verano ahora. Mira, como no hay gente, vamos a hablar sobre el cuadro —diciendo esto me tomó del brazo y me condujo hasta el final de la sala donde estaba Atardecer en la playa–. Ayer —continuó—, te quedaste mucho rato admirando este cuadro y me gustaría que me dijeras qué ves en él.

—Me ha extrañado que esa joven, teniendo todo a su alre- dedor para ser una persona feliz, su cara expresa una gran tristeza.

 

 

Yo soy una enamorada del mar y si estuviera en su lugar, con una playa para mí sola, caminando por ella descalza, con una puesta de sol tan luminosa, sería motivo suficiente para estar alegre. Me ha gustado también la tormenta que viene desde el mar y que quizá es una réplica de la tormenta que a ella le aflige... Su propia tormenta interior que no puede disimular... O quizá le entristece que termina el día y tiene que dejar de pasear por la playa... No sé... me gusta todo de este cuadro. Contemplándolo se puede es- cribir una novela.

Miré a Leoviño y me sorprendió ver el semblante sombrío de su cara. Después de un embarazoso silencio dijo:

—¿Y esa novela tendría un final feliz o desgraciado?

Me extrañó su pregunta como si le interesara de veras la hipotética novela que se pudiera escribir al contemplar el cuadro; después de pensar un momento respondí:




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