La sombra del Flamboyán

Parte 2


Dio media vuelta y se encerró en el despacho; oímos cómo corría el cerrojo y yo, que había estado callada en un rincón sin que nadie reparara en mí, me sentí aliviada sin su presencia.

—Haz la maleta que nos vamos —ordenó Luis a mi her- mana. En su rostro se reflejaba la tensión por el desagradable momento por el que había pasado. Después se dirigió hacia mí y dándome un beso me dijo:

—Queremos que seas nuestra madrina, ¿aceptas?

Para mí fue inesperado el ofrecimiento. Hasta hacía bien poco tiempo, mi hermana y yo éramos casi unas desconocidas; no compartíamos nada de nuestras vidas más que unos padres, unos hermanos y una casa. Nos veíamos a la hora de las comidas. Desde el día anterior todo había cambiado. El ser su madrina de boda suponía para mí una gran ilusión; me sentía valorada y a eso no estaba acostumbrada. Sin pensar en sus pros y sus contras acepté; mi hermana me abrazó y se echó a llorar. Su llanto era conmovedor y la dejé que se desahogara en mi hombro. Por fin Luis se acercó a nosotras y tomándola del brazo le dijo:

—Anda, ve a hacer la maleta; que te ayude Valeria. No te preocupes, ya verás cómo con el tiempo las aguas vuelven a su cauce.

Nos fuimos a preparar el equipaje. Metimos en la maleta sus mejores trajes; a mi hermana le gustaba vestir bien. Apartó varias prendas y complementos que me regaló. En un cajón de su cómoda tenía un álbum de fotos; eran de su nacimiento, de sus primeros pasos y en muchas estaba con papá jugando en el jardín; lo abrióy comenzó a llorar.

—Parece mentira que sea el mismo padre el que antes me adoraba y que ahora quiere hacerme desgraciada; mamá me ha contado tantas veces la ilusión que le hizo mi nacimiento; lo que jugaba conmigo aunque viniera cansado del trabajo; lo mucho que nos queríamos los dos... ¿Qué ha sido de todo eso? ¿Cuándo comenzó a distanciarse?... ¡Si vieras cuántas veces me gustaría correr hacia él y colgarme de su cuello como hacía de pequeña!

En realidad era tan doloroso para mí aquella escena que quería que terminara de una vez. Mi hermana añoraba lo que había perdido pero, ¿de qué me tenía que quejar yo que nunca tuve nada de esas caricias, de esos juegos, de esa relación? De- seaba que mi hermana se fuera de una vez; necesitaba paz y tran- quilidad para pensar en mí misma. Le quité el álbum, lo metí en su maleta, la cerré y le dije:

—Vamos cálmate; como bien dice Luis, las aguas volve- rán a su cauce.

La despedida de mi madre fue todo un drama. El que una hija suya se fuera de casa de aquella manera no entraba en sus cálculos.

Cuando se abrió la puerta de la calle y se cerró de nuevo tras mi llorosa hermana y mi primo, un suspiro de alivio me salió del fondo del corazón. En aquella casa alguien había tomado una valiente decisión. Si sabía aprovechar la ocasión, sería un buen momento para ir ganando independencia. Estaba decidida a de- fender el terreno que mi hermana había conquistado.

Nos sentamos a la mesa para el almuerzo; la vista de todos estaba fija en el plato; mi madre, aún llorosa, casi no pudo probar bocado; a mí me pasaba lo mismo. Mi padre bebió más de lo acostumbrado pero no dijo palabra. Delfina, que llegó a casa des- pués de irse Lola, fue la única que comentó algo de lo bien que salió su examen.

 

Terminó el almuerzo y mi padre volvió a recluirse en el despacho.

A las seis salí hacia el estudio de López Leoviño. Nadie me preguntó dónde iba. Era el principio de una nueva vida. A esa hora, todos los días del año, en mi casa, se tomaba el mate. Era como un ritual que no podía faltar. Lo curioso es que se tomaba en la cocina pues también la empleada lo degustaba con la fami- lia. Mis padres se sentaban alrededor de la pequeña mesa y nos- otros y la empleada, de pie, íbamos pasando el mate de unos a otros, mientras se charlaba de temas variados. Pero ese día falta- ríamos dos a la hora del mate. Se rompía una tradición de años.

Los últimos rayos del sol se extendían a lo largo de las ca- lles, donde la nieve se había derretido casi en su totalidad. El aire frío de la incipiente helada nocturna se apoderaba de la ciudad de San Juan y los escasos transeúntes se abrigaban cuanto podían.

 

A las seis y media llegaba al portal del nº 15. Era amplio; al frente estaban los ascensores y la escalera de subida y, a la de- recha, tres peldaños daban acceso a la puerta del bajo. Toqué el timbre. Oí el ruido de un taburete al desplazarse, unos pasos y la puerta se abrió. López vestía un pantalón vaquero y un blusón lleno de manchas de pintura. A pesar del cambio de imagen, aquella indumentaria le daba un aspecto interesante y simpático. Entré; el improvisado estudio era una salita no muy grande; a un lado había varios lienzos, un caballete y una pequeña mesa con una cafetera y un infiernillo eléctrico; al fondo un estrecho sofá tapado con una tela estampada y varios cojines de distintos co- lores; el centro de la sala lo ocupaba un caballete más grande que el anterior donde reposaba un lienzo y, al lado, una mesita auxi- liar con un maletín, óleos y pinceles, más los consabidos botes de aguarrás, barnices, etc. En la habitación había una exagerada calefacción que casi molestaba y la iluminación exterior era tan escasa, apenas una pequeña ventana, que me sorprendió que se pudiera utilizar como estudio de pintor. Sin embargo a ambos lados de la sala había dos focos apagados y orientados hacia el sofá.

—¿Qué te parece? No pude encontrar en San Juan nada mejor pero como tampoco voy a estar mucho tiempo...

—Me parece bien, y como usted dice, para poco tiempo es suficiente.

—No me llames de usted que me haces más viejo de lo que ya soy. Mira, te tienes que poner en ese diván, medio recos- tada hacia un lado, con las piernas flexionadas hacia el lado opuesto; un brazo apoyado a lo largo del respaldo. ¿Has traído el vestido que te dije? —asentí con un movimiento de cabeza—. Pues póntelo, y si llevas sujetador quítalo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.