La sombra del Flamboyán

Parte 3

Llegué hacia las cuatro. Acababa de terminar de almorzar; del banco salía a las tres y el apartamento estaba algo distante. Me ofreció café y acepté a pesar de que no era muy partidaria de tomarlo. El apartamento estaba ubicado en el último piso de un inmueble moderno y bastante céntrico; la entrada era pequeña; de allí se pasaba a un pasillo que terminaba en un amplio salón; a ambos lados del pasillo se distribuían los tres dormitorios y un pequeño cuarto de baño. De los dormitorios uno era muy grande, que sería el del nuevo matrimonio y tenía un cuarto de baño in- corporado al que se accedía por un vestidor con grandes armarios empotrados. Mi hermana me condujo al dormitorio que estaba más cerca de la entrada:

—Este es el tuyo —me dijo.

En el otro dormía ella. El matrimonial no tenía, de mo- mento, ningún mueble. La cocina estaba a un lado del salón y disponía de un pequeño oficio que hacía las veces de comedor. Grandes ventanales y el hecho de ser el último piso le daban una gran luminosidad. Este apartamento, donde Luis había puesto todos sus ahorros, era acogedor; la decoración se haría poco a poco. Si los acontecimientos no se hubieran precipitado, no pen- saban casarse tan pronto.

—¿Qué te parece?

 

Mi hermana quería saber mi opinión, después que lo hube visto, aunque en el brillo de su rostro se veía que a ella le encan- taba. Parecía como si quisiera decir “¿te gusta tanto como a mí?”

—Pues me gusta mucho. Es muy bonito y cuando lo ten- gamos decorado y amueblado te va a quedar de caramelo; ya verás. Solo tiene una cosa mala.

—¡Ah! ¿Sí? Dímela.

 

—Que cuando lleguen ese montón de niños que vas a tener no cabréis todos en él.

—Para entonces ya habremos ahorrado para algo más grande —dijo mi hermana riendo.

Me gustaba verla reír. Tenía una risa franca y alegre y a los lados de la cara se le hacían dos hoyitos muy simpáticos. Nos sentamos en una pequeña mesa que tenía en el oficio y preparó la cafetera eléctrica. A los pocos momentos un oloroso café es- taba en nuestras tazas.

—¿Te apetece algún bollo? Desde ahora esta es la casa de las dos. No te volveré a preguntar si necesitas esto o lo otro. Tú misma harás lo que te apetezca y cuando te apetezca. Como si estuvieras en la casa de nuestros padres y...

No la dejé terminar

—¡Oh! ¡No! No me digas que tengo la misma libertad para hacer lo que quiera que tenía en nuestra casa. Si no tengo alguna más ahora mismo me marcho.

Nos echamos a reír hasta que se nos saltaron las lágrimas. Las dos estábamos heridas. En este caso ella más que yo. Nos abrazamos.

—No te preocupes —le dije—. Ya verás lo bien que lo pa- samos las dos juntas. Este sábado, como no tenemos que ir a tra- bajar, lo dedicaremos a comprar algunas cosillas para estar más cómodas. Y poco a poco te ayudaré a decorar y amueblar este nidito que te va a quedar estupendo. Y hablando de otra cosa ¿me puedes dejar un mate para esta tarde?

—Por supuesto; mira, tengo dos; así que dispón de uno para ti.

 

Entonces le conté resumido lo de posar para Pedro López; el misterio del cuadro que me gustaba, “Atardecer en la playa”; el deseo de aprender viéndole pintar, mis remilgos de la primera sesión; que me pintaba con uno de sus vestidos... etc. Ella me es- cuchó en silencio y luego con cara de satisfacción dijo:

—Yo no comprendo por qué nosotras nunca nos hacíamos confidencias. Creo que hubiera sido muy bueno para las dos haber obrado de manera distinta; nos necesitábamos y hemos te- nido que esperar un montón de años y pasar por un momento, casi trágico, para darnos cuenta de ello. Pero ahora estamos jun- tas y nos vamos a ayudar. Puedes venir a casa a la hora que quie- ras. Te conozco y confío en ti; voy a darte un duplicado de la llave de entrada para que tengas libertad de movimientos.

Se fue a buscar la llave y me quedé pensando en si estaba viviendo una realidad o era solo un espejismo. ¡Volver a casa a la hora que quisiera! Era nuevo para mí y, sin saber por qué, aquella recién estrenada libertad, me daba miedo. Tenía la sen- sación de no saber utilizarla correctamente. Cuando mi hermana regresó, con la llave y el mate, le dije:

—Muchas gracias. No creo que llegue muy tarde ningún día. Pero de todos modos me viene bien tener una llave.

Hacia las cinco y media salí de casa. Lola se quedó viendo televisión hasta las siete que tenía que reunirse con Luis. Ahora mi recorrido era algo más largo hasta llegar al estudio de Pedro pero estaba tan contenta de estar con Lola que no me importaba tener que caminar algo más. Cuando estaba a punto de llegar al- guien me llamó; me estremecí y, al volverme, vi que se trataba de Ana Torres. Me alegré de encontrarla pero, al mismo tiempo, me incomodaba la distracción.

 

—¡Hola, Ana! No sabes lo que sentí no poder ir a tu cumpleaños.

—Ya me dijo Manolita que te fuiste a la exposición de Le- oviño. Pero si hubieras venido después aún habrías llegado a la fiesta; duró hasta las doce de la noche. Me hubiera gustado verte. A propósito, muchas gracias por el obsequio.

Me quedé pensando hasta dónde Manolita le había hecho confidencias pues, cuando se ponía a hablar era de lo más im- prudente; no por maldad sino porque era así de infantil. Como no tenía mucho tiempo me despedí prometiéndole que le haría algún día una visita.

 

—Pero que no sea muy tarde —suplicó mientras me alejaba.

 

—No, te lo prometo; a lo mejor este domingo que viene. Pero no te lo aseguro porque tengo que ir con mi hermana, el sá- bado, a comprar algunas cosillas para el apartamento y quizá el domingo tengamos tarea. Si terminamos pronto ya te llamaré.

Retrasé el paso hasta que ella estuvo lejos y entré en el portal nº 15; llamé a la puerta del estudio. Cuando se abrió, apa- reció una mano con una rosa, mientras una voz desde dentro decía.




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