La sombra del Flamboyán

Parte 5

Desde lo alto le enseñé todo el itinerario del Autódromo. No había nadie entrenando por lo que le propuse dar una vuelta con el coche.

—Sí —contestó—. Pero antes nos haremos una foto. Le voy a decir a aquel señor si hace el favor...

Vi como se alejaba de mí para pedirle, al único visitante aparte de nosotros que había acudido allí, que nos hiciera la foto. Le dio las instrucciones necesarias y regresó, me pasó un brazo por el hombro, me atrajo hacia él y apoyó su mejilla en mi ca- beza. Me hubiera quedado así toda una vida pero la foto fue de- masiado rápida. Luego subimos al coche y nos adentramos en el autódromo. Dimos una vuelta y quiso dar una segunda.

—Espera un momento —dijo—. Es que he visto un puente y quiero pasar otra vez por debajo.

Llegamos al puente, paró el coche, me atrajo hacia él y me besó. Fue un beso largo y apasionado que en nada se parecía a los anteriores. Yo lo acepté con agrado y colaboré rodeando su cuello con mis brazos. Cuando nos separamos, nos miramos a los ojos que expresaban ternura y emoción.

—Llevo todo el día esperando este momento —volvió a besarme. Puso el coche en marcha y me preguntó dónde íbamos.

—Yo creo que ya es tarde para ir a otro sitio; el recorrido turístico finaliza por hoy.

—Pero aún es pronto para despedirnos —protestó—. ¿Por qué no vamos al estudio y adelantamos el trabajo? Quedan pocos días y tengo que terminarlo lo más tarde el martes.

Pensé que todo se estaba complicando demasiado aquella tarde y yo vivía en una nube. Una nube de felicidad; sabía que mi voluntad estaba flaqueando y caería con facilidad en algo de lo que probablemente me arrepentiría después. Así es que con decisión y en contra de mis deseos, le dije:

—Los domingos son para descansar. Mañana continuare- mos con el retrato. ¿Quieres que llame a Lola y le proponga que vayamos con ellos a casa y merendemos allí los cuatro juntos?

Se tomó su tiempo para contestar y al fin, en tono algo desagradable, contestó.

—¿Me tienes miedo o qué?

—Vaya tontería. Como si no hubiera ido nunca al estudio. Simplemente me parece buena idea estar con ellos el resto de la tarde.

 

—Bien. Llama a Lola.

A mi hermana le di una alegría porque ellos tampoco te- nían nada de particular que hacer. Llegamos casi al tiempo que Lola y Luis. Entre Lola y yo preparamos unos bocaditos mientras ellos ponían la mesa. Sacamos un buen vino de los que les rega- lan en el banco por Navidad y nos dispusimos a pasar felizmente el resto de la tarde. Mi hermana y mi primo estaban felices y yo envidiaba esa felicidad que alcanzaría su punto culminante cuando unieran sus vidas para siempre. ¿Pero qué había de lo mío? Miré a Pedro. Desde que llegamos al apartamento no hacía más que hablar con Luis o piropear a mi hermana. Alguna vez le dijo a Luis: “No te enfades, solo la miro con mirada de pintor”.

¿ Por qué hacía eso? Si lo que quería era encelarme no lo estaba consiguiendo pues nunca tendría celos de mi hermana, pero si lo que pretendía era molestar, eso si lo conseguía. No me había mi- rado ni una sola vez y, cuando los novios se hacían alguna ca- rantoña, decía: “Eso es maravilloso, querer y ser correspondido”. Yo hacía como si todo aquello no me afectara pero estaba su- friendo como una estúpida. Al fin Lola, sin querer, unió los polos que hicieron saltar la chispa, al preguntar: “¿Qué tal va el re- trato?”. Hubo un silencio embarazoso que Pedro rompió:

—Ya casi está terminado. Se hubiera terminado mañana si no fuera porque tu hermana de vez en cuando se cree Caperu- cita Roja y a mí me ve como al lobo ¿No es así, querida Valeria?

Se volvió a mirarme pero yo no le miré ni contesté. Lola se dio cuenta que había sido inoportuna y rompió el silencio.

—Bueno, tú eres hábil, mañana se terminará y si no pa- sado. No te preocupes.

—Sí, pero me gustaría que le dijeras a tu hermana que no debe ser tan desconfiada. Hemos pasado una tarde maravillosa y por remilgos estúpidos al final siempre lo estropea todo.

Noté que se me hacía un nudo en la garganta y no dije nada. Luis se puso de mi parte.

—A las mujeres de esta familia les pasa a todas igual — dijo—. Son tan puritanas que ya es demasiado, pero no sabes tú lo maravillosas, cariñosas y dulces que son cuando se las conoce mejor. Ten paciencia con mi primita; es una chica sensacional.

Miré a Luis con agradecimiento; mis ojos estaban vidrio- sos, a punto de salir las lágrimas. Pedro se quedó mirándome, primero serio, luego se echó a reír y acercándose me abrazó y me besó en la mejilla varias veces mientras decía:

—Pero... ¿Cómo me he podido enamorar de esta tontita? Todos rieron; yo también. Guardo de aquella tarde un re-

cuerdo maravilloso.

El lunes, sin saber por qué, iba violenta hacia el estudio; no por quien me pudiera encontrar por el camino; eso pasó a ser secundario para mí; violenta porque no sabía lo que iba a pasar. Faltaban tan solo tres días para marcharse y yo lo necesitaba y lo quería demasiado. Al llegar nos dimos el beso fraternal de siempre y luego nos dispusimos a la tarea. Llegó la hora del mate e hicimos el alto acostumbrado. “Esto se acaba”, dijo mirando el retrato, pero yo advertí nostalgia en sus palabras. Luego, sen- tándose en el taburete mientras yo calentaba el agua, añadió:

—Mañana tengo que desmontar la exposición. Estaré todo el día en la sala porque tienen que venir los compradores a reco- ger los cuadros. Si quieres venir; me puedes ayudar y quizá te dé dos sorpresas. Por lo menos una es segura.

—Allí estaré; incluso iré por la mañana; voy a pedir per- miso en la biblioteca y...—no pude seguir; me eché a llorar des- consoladamente y me abracé a él. Nos quedaba tan solo el día de mañana. Sostuvimos aquel apretado abrazo largo rato; nin- guno de los dos supo qué decir porque sentíamos la misma pena ante la inminente despedida. Al fin Pedro rompió el silencio.




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