El viernes por la noche llegó rápido.
Akane recibió un mensaje misterioso desde un número desconocido:
“Un admirador secreto quiere verte. El lugar: Club Hanami, 10:30 PM. No le digas a nadie. Vístete linda. Él también estará ahí.”
Al principio dudó, pero cuando Paula, una de sus amigas, se le acercó más temprano ese día y le dijo casualmente: “Oye, me contaron que el profe Souta está saliendo con alguien… pero parece que le gustas, ¿eh?”, todo encajó. Su vanidad hizo el resto.
Cuando llegó al club, Akane vestía con su mejor conjunto. Nada vulgar, solo lo justo para ser vista. Pero conforme pasaban los minutos, no había señal del supuesto “admirador”.
Solo luces intermitentes, gente bailando, vasos vibrando en las mesas.
Y entonces, Hikaru apareció.
No bailaba, no hablaba con nadie. Solo estaba allí, sentada en la barra, con un vestido negro sencillo que la hacía ver como una sombra entre las luces. Cuando Akane la vio, su primera reacción fue marcharse. Pero antes de hacerlo, Paula la interceptó.
—¡Akane! Qué bueno que viniste. Me dijeron que alguien te estaba esperando… creo que fue Hikaru la que me lo dijo. ¿Quieres algo de tomar mientras tanto?
Akane dudó. Pero Paula le entregó un vaso con hielo, algo brillante en tonos rosas. Sabía dulce, con un leve picor. Nada extraño.
Los recuerdos de esa noche, después de ese primer trago, fueron fragmentos sueltos:
– La música deformándose.
– Un rostro masculino muy cerca.
– Voces apagadas.
– Sus propios zapatos tirados en el baño.
– Una mano ajena sobre su pierna.
Y luego: oscuridad.
Akane llegó a la escuela caminando como un fantasma.
Su andar, torpe, como si cada paso pesara el doble. Su cabello, aún enredado y con restos de brillantina en las puntas, caía sin gracia por sus hombros. El maquillaje de la noche anterior seguía adherido a su piel como una máscara podrida: delineador corrido, sombra desvanecida, labios partidos.
No traía su celular. No sabía en qué momento lo había perdido, ni cómo había regresado a casa. Solo recordaba haberse despertado con un dolor seco en la cabeza, el vestido torcido, los zapatos tirados en la sala. Su madre no estaba. Nadie preguntó nada.
Al llegar a la entrada del instituto, sintió las miradas. Ardían como agujas.
Todos la miraban. Todos se reían.
Al principio, creyó que lo imaginaba. Pero no. En el aula, dos chicos compartían pantalla con risitas entre dientes.
—¿Ya lo viste? La profe-lover apareció —dijo uno, y el otro se tapó la boca para no estallar.
En el grupo de chats estudiantiles, volaban memes con frases como:
“Cuando el sensei te pone 10… y algo más 😉”
“Akane-chan: top de la clase en ‘técnicas privadas’.”
Había capturas de un video donde se la veía salir tambaleándose del antro.
Borracha. Sucia.
Y otra imagen: una selfie, claramente sin que ella supiera, donde el profesor Souta aparecía cerca de su oreja, sonriendo como un idiota.
En los pasillos la evitaban, pero no con respeto.
Con burla.
Con asco.
Y entonces, el golpe final.
Una voz en los altavoces:
—“Por orden del consejo escolar, el profesor Souta ha sido oficialmente retirado de la institución en espera de una investigación.”
—“Pedimos a los estudiantes abstenerse de compartir contenido difamatorio entre ellos. Ya se ha notificado a los padres.”
Pero era tarde.
El daño ya estaba hecho.
Akane corrió al baño del tercer piso, se encerró en el último cubículo y soltó un grito animal. Golpeó la puerta con ambas manos, se arañó los brazos, y terminó hundida en el suelo, abrazando sus propias rodillas.
Se quedó ahí por horas. Nadie fue a buscarla.
Nadie preguntó si estaba bien.
Nadie creyó su versión.
Porque la historia que todos querían escuchar ya se había contado:
la zorra de tercero que se acostó con un profesor.
Esa noche, al llegar a casa, miró al vacío desde el balcón.
El piso siete parecía lejano, casi irreal.
Dejó una nota sin firma, solo un garabato en la pared del baño con lápiz labial:
“No fue mi culpa.”
Y saltó.