La lluvia golpeaba los ventanales con insistencia, como si intentara entrar. Era de esas lluvias grises, largas, persistentes… el tipo de lluvia que parecía mojar hasta los huesos del alma.
El salón 2-B estaba vacío. Solo una figura seguía ahí, sentada en el último pupitre junto a la ventana. Aiko tenía los hombros encogidos, la cabeza baja, y en sus manos un pedazo de papel arrugado que doblaba una y otra vez con una delicadeza enfermiza. La escena tenía algo de poético… y algo de roto.
Hikaru la observó desde la puerta por unos segundos. No había nadie más en los pasillos. Solo el eco lejano del agua golpeando el techo y el crujido de las luces fluorescentes.
Iba a marcharse. De verdad lo pensó. Pero sus pies se quedaron clavados.
No era empatía.
Era reconocimiento.
Esa mirada... la había visto antes. En el reflejo del baño, justo después de su primer asesinato.
—¿No te vas? —preguntó al fin, rompiendo el silencio. Su voz era baja, seca, firme.
Aiko tardó en responder. Cuando alzó la vista, sus ojos eran grandes, húmedos, pero no lloraban.
—Está lloviendo. No tengo prisa por volver.
Hikaru se apoyó en el marco de la puerta, observándola con frialdad curiosa.
—¿Y si me siento? —preguntó.
Aiko no respondió, pero hizo un gesto leve con la cabeza, como si dijera “haz lo que quieras”.
Hikaru se sentó en el pupitre de al lado, sin dejar de mirarla.
—¿Por qué estás sola?
—¿Y tú?
Touche.
Ambas guardaron silencio. Una pausa cómoda, incómoda, eterna. La clase ya no importaba. Afuera, el mundo seguía girando… pero dentro de ese salón, las agujas del reloj se habían detenido.
Aiko fue la primera en hablar de nuevo.
—¿Sabes? Cuando eras nueva… pensé que ibas a ser como ellas.
—¿Y lo soy?
Aiko la miró de reojo.
—No. Eres algo peor. Pero no me desagradas.
Por primera vez en mucho tiempo, Hikaru alzó una ceja.
—Tú tampoco.
Desde ese día, sin palabras explícitas, empezaron a sentarse cerca en el almuerzo. Compartían miradas, breves conversaciones. Nunca hablaban de nada muy importante. Pero había algo en el tono, en la manera en que se respondían, que decía: "te entiendo."
Una semana después, Aiko apareció con una pequeña caja de galletas mal envueltas.
—No están muy buenas. Mi madre solía hacerlas… y yo traté.
Hikaru tomó una. Masticó despacio.
—Están horribles.
Hubo silencio. Aiko tragó saliva, nerviosa. Y de repente, Hikaru soltó una carcajada. Seca. Real.
Aiko también rió, bajito.
Fue la primera risa sincera entre ambas. Y la última que no estuvo manchada de sangre.