La sonrisa del miedo

El paso en falso

El aire estaba cargado.

Esa mañana, la atmósfera en la escuela tenía algo distinto. Una tensión imperceptible flotaba entre pasillos y mochilas, entre murmullos y sonrisas falsificadas. Hikaru lo notó desde el primer momento. Aiko también. Pero no dijeron nada. Aprendieron que a veces es mejor callar hasta que la tormenta tenga forma.

Fue en la salida, cerca de la reja trasera, cuando el error ocurrió.

Un chico. Ni siquiera alguien importante. Un nombre irrelevante. Daiki.

Aiko tropezó con él por accidente mientras caminaban juntas. Se disculpó con una voz débil, apenas audible. Pero él no aceptó.

—¿Eres estúpida o ciega? —escupió.

Hikaru se giró de inmediato. El rostro de Daiki era vulgar. Su sonrisa... podrida. Y su tono tenía algo que la hizo tensar los dedos, como si necesitara sostener un cuchillo invisible.

—Fue un accidente —dijo ella, con voz neutra.

—No estoy hablando contigo, cara de muerta.

Aiko bajó la mirada. Tembló un poco. No era la primera vez que alguien la trataba así, pero esta vez dolía más. Tal vez porque no estaba sola. Tal vez porque deseaba que las cosas fueran distintas.

Durante días, Daiki las siguió. Al principio fueron empujones sutiles, comentarios sucios al pasar, risas forzadas. Después se volvió físico: jalones de mochila, fotografías tomadas a escondidas, amenazas veladas. Parecía divertirse con el miedo de Aiko… y con la quietud contenida de Hikaru.

Pero Hikaru no era indiferente.

Estaba midiendo. Observando. Planeando.

Cada palabra que él decía, cada mirada que lanzaba, era una piedra más en el muro de su odio.

Una tarde, cuando caminaban juntas hacia la estación, Daiki volvió a interceptarlas. Les gritó algo, pero Aiko no lo escuchó: llevaba los audífonos puestos. Hikaru sí. Lo que dijo… fue suficiente.

Se acabó.

Hikaru se giró con lentitud. Sus ojos eran negros. No de color, sino de intención.

—¿Quieres jugar, basura?

Daiki sonrió. Pero solo por un segundo.

El puño de Hikaru le rompió la nariz con un golpe seco. El chasquido fue tan claro que una señora del otro lado de la calle se detuvo. El chico gritó, pero antes de retroceder, Hikaru ya le estaba jalando del cabello, hundiéndole la cabeza contra el pavimento.

Aiko gritó. La escena era un caos. La sangre, roja y espesa, manchaba la acera.

Pero entonces ocurrió algo más.

Aiko… no corrió.
No lloró.
No pidió ayuda.

Ella miró al chico, herido, intentando levantarse. Vio cómo la bestia de sus pesadillas se arrastraba por el suelo, suplicando con los ojos. Y en lugar de huir… buscó algo a su alrededor.

Lo encontró: una barra de metal oxidada.

Y con una calma absurda, la alzó… y la dejó caer. Una vez.
Otra.
Otra más.

Daiki apenas gimió. Su cuerpo se rindió al segundo golpe. Pero Aiko no se detuvo. Sus ojos estaban vacíos. Su respiración, agitada. Su alma, suelta.

Hikaru no intervino.
Solo la miró. Fascinada.
Como si estuviera viendo a su reflejo más íntimo.

Por fin alguien la entendía.



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En el texto hay: suspenso, assesinato

Editado: 24.06.2025

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