El cuerpo de Daiki yacía inmóvil, con la cara vuelta hacia el asfalto. Nadie gritaba. Nadie corría. Solo dos adolescentes jadeando en la penumbra de una calle secundaria.
Hikaru fue la primera en moverse. Tomó el tubo aún caliente de las manos de Aiko, lo arrojó detrás de unos arbustos, y revisó con rapidez el pulso del chico.
—No está muerto… —murmuró, con voz controlada—. Pero tampoco va a levantarse pronto.
Aiko seguía en shock. Tenía las manos manchadas. El metal le había salpicado la muñeca. No lloraba. No decía nada. Miraba fijo, como si no supiera cómo había llegado ahí.
—Escúchame, Aiko —dijo Hikaru con firmeza, tomándole el rostro entre las manos—. Mírame.
Los ojos de Aiko se alzaron.
—No vamos a ir a prisión por él. No vamos a dejar que nos arruine. ¿De acuerdo?
Aiko asintió. Le temblaban los labios.
—Confía en mí. Lo vamos a limpiar todo.
El proceso fue casi clínico. Buscaron agua de una tienda cercana. Regresaron. Hikaru limpió con servilletas, con hojas, con el borde de su chaqueta. Aiko se quedó quieta. Obediente. Ya no temblaba. Solo observaba.
Ocultaron el cuerpo detrás de los contenedores, donde tardarían en encontrarlo. Borraron huellas, se deshicieron del tubo en un canal. Cambiaron sus sudaderas. Se alejaron caminando como si nada hubiese pasado. Como si la tarde no estuviera teñida de rojo.
Ya en la habitación de Hikaru, la tensión cedió.
Se sentaron en el suelo. Una frente a la otra.
—¿Qué fue eso…? —preguntó Aiko en voz baja—. Yo... lo golpeé.
—Él lo merecía.
—Pero… yo también me asusté. Al principio. Pero luego... no sentí miedo. Solo... alivio.
Hikaru sonrió por primera vez esa noche. Una sonrisa verdadera. Inquietante.
—Te entiendo.
Aiko levantó la mirada. Y entonces lo sintió. Por primera vez, se sintió vista. Reconocida. No por lo que mostraba, sino por lo que escondía.
—Aiko... —empezó Hikaru—. ¿Alguna vez pensaste en matar a alguien antes de hoy?
La pregunta no era para acusarla. Era una invitación. Un espejo.
Aiko dudó.
—Sí —confesó al fin—. A veces soñaba con hacerlo. Cuando me tocaban. Cuando se reían de mí. Me imaginaba cómo sería arrancarles la lengua… o clavarles algo en la espalda. Pero pensaba que era enferma. Que solo yo…
—No —interrumpió Hikaru—. No eres la única.
Y fue entonces cuando lo hizo. Se lo dijo. No todo. Pero sí lo suficiente.
Le contó sobre el campamento. Sobre el grupo que la acosó. Sobre los cuerpos destrozados que nadie relacionó con ella. Sobre la sangre. Sobre la libertad que sintió.
Aiko escuchó en silencio. Y por primera vez en su vida… no tuvo miedo de otra persona que hablaba de matar.
Tuvo curiosidad. Fascinación.
—Entonces, ¿qué somos? —preguntó al final.
Hikaru bajó la mirada, y luego sonrió con su voz más suave.
—Aliadas.