Aitor.
Tenía el sobre en mi mano. Lo había abierto ya, sabía lo que decía: me invitaban a Harvard, a la escuela de negocios, formaría parte del equipo de baloncesto. Era una oportunidad única, en cualquier momento habría aceptado feliz, me emocionaba la invitación, pero la dejaría a ella atrás. Agitaba el sobre en mi mano obligándome a reaccionar.
Me odié, era una tontería tomar una decisión de vida pensando en otra persona, una persona que ni siquiera me correspondía, no tenía nada que me atara a Velasco, era absurdo quedarme solo por seguir viendo su cara. Estaba tan enamorado, perdido e idiota, me odié por siquiera pensarlo.
«Claro que me voy», pensé, pero entonces decírselo era lo que me tenía ansioso, por eso dejé el sobre encima de su mesa de comedor, fui a mis prácticas como cada día y regresé a su apartamento al terminar, como siempre. No sé qué esperaba, quizás en mi mente y en mi tonto corazón esperaba que ella me rogara que me quedara, que me confesara que me amaba, o se diera cuenta de que estaba enamorada de mí.
Me saludó con seriedad desde su cocina, le lancé un beso y corrí a darme una ducha en su baño, mientras el agua caía sobre mi cuerpo, puse las manos con fuerza sobre la pared, porque sentía que me iba a caer, el corazón seguía acelerado haciéndome sentir que en cualquier momento me desmayaría; la imaginaba llorando, ansiosa, mi mente hacia muchos escenarios, y cuando salí por fin, ella estaba en la mesa de su comedor con el sobre en sus manos.
—Siento invadirte la casa, pero acá es más cómodo, pronto no te estorbaré más —mencioné señalando el sobre con la mano, yo temblaba, juraba que ella se daría cuenta y me sentí avergonzado. Ella afirmó. Se levantó y se colgó de mi cuello, la rodeé con mis brazos por su cintura y suspiré sobre su hombro mientras cerraba los ojos y exhalaba mi último aliento de esperanza, decidido a no enterrar mi amor romántico por ella, no aún, tenía esperanza.
—Te felicito, que orgullo, aunque es por tus músculos que te quieren, no por tu cerebro.
—Envidiosa, mi cerebro es perfecto —repliqué apartándola de mi para mirar sus ojos, y mirándola con un amor que no se resistía a agotarse, le sonreí embobado.
La tenía abrazada por la cintura, tan cerca de mí, moría por besarla. Se separó de mí empujándome fuerte. Se cruzó de brazos recostándose de la cocina.
—Te voy a extrañar.
—Yo también te voy a extrañar.
Me acerqué y coloqué mi dedo sobre su nariz, la miré de un modo tan intenso a los ojos que se incorporó y soltó sus brazos, su mirada era apagada, sus gestos débiles como de quien se siente enfermo incapaz de ser más energico. Le dediqué una sonrisa ladina y ella suspiró echándose de nuevo en mis brazos. Recuerdo el olor del chocolate que había calentado en el microondas, su cuerpo delgado contra el mío, su cabello negro, su olor. Cerré los ojos imaginando que era mía, que me quería como yo la quería y que sufría porque yo me iba.
—Más te vale que me escribas siempre —susurró cerca de mi oído con tono débil.
Besé con intensidad su mejilla y cerré mis ojos negándome a entregar mi corazón al dolor que estaba experimentando, ella me estaba dejando ir. ¿A caso no debía aceptarlo yo también? Era irme a hacer mi vida y cumplir mis sueños o quedarme a esperar un milagro.
—Te fastidiaré mucho. Lo prometo —solté con tono apagado.
—¿Cuándo te vas?
—En una semana o máximo dos.
—¿Tan rápido? ¿Te necesitan tan pronto?
—No, ellos me esperan en un mes, pero quiero ponerme al día con el idioma y asegurarme de que no olvidé nada, ver donde me quedaré, conocer la ciudad.
—Me gusta que lo planifiques, así saldrá todo mejor.
Sonaba afligida, abatida. Sabía que me extrañaría de verdad. La tomé por la mano y la saqué del apartamento. Se dejó guiar sin preguntar nada.
—Los chicos quieren hacer una fiesta de despedida.
—¿Desde ya? —preguntó ocultando su diversión.
—Será todos los días hasta que me vaya.
Negó arreglándose el pelo con una mano. Miró mi camiseta negra y jugueteó con los bordes. Yo llevaba jeans de color gris y ella también, y los dos con camisetas negras. Solíamos vestirnos combinados sin ponernos de acuerdo, eso siempre nos divertía.
—Está es nuestra versión de sincronizar los ciclos menstruales, como tú no menstruas, al menos nos vestimos iguales sin planearlo —dijo con la expresión ida acariciando los bordes de la manga de mi camiseta.
Besé su frente.
—Hablaremos siempre, ya verás —le prometí conteniendo la voz quebrada, y el llanto atravesado en la garganta.
Durante el camino puse música alegre a todo camino y cantamos y reímos distraídos. De vez en cuando preguntaba que pensaba mi padre, o sí creía que los chicos vivirían sin mí. De vez en cuando le respondía con monosílabos y oraciones caprichosas y vagas, no quería pensar demasiado porque me pondría a llorar.
Al llegar al bar donde nos reuniríamos, su tristeza se fue y la mía también, había música y gente bailando desinhibida por todo el lugar. Vimos a los chicos, al notarnos hicieron señas con la mano, algunos mostraban pesar en sus expresiones, otros reían descontrolados. Estaban en el área VIP, sobre uno sofás de cuero rojo con una pared negra al fondo.