La suerte del heredero: Aitor Cambridge

Capítulo 3: Aitor

No me iría de Velasco, al contrario, todos, incluido mi padre, esperaban que me instalara de forma definitiva. Andrés, su asistente, me informó que ya habían preparado mi habitación en casa. Hablaba y yo miraba al frente absorto en mis pensamientos, enajenado. Todo el imperio Cambridge en mis manos. Tragué saliva.

—Aitor, ¿qué hago?, tu padre debía ir a una reunión con el gobernador, él entiende que esté delicado de salud, pero debe verse con alguien, ¿lo verás tú? —preguntó Andrés.

—Sí, claro —respondí por decir algo.

—Tu habitación ya está lista, le diré al chofer que lleve tus cosas.

Me detuve en medio del pasillo de salida del hospital.

—¿Qué cosas?, no traje cosas. No traje nada, Andrés.

—Pero, ¿te quedarás, no?

—Sí, claro. Y no me voy a quedar donde esa bruja de Ilaida Ávila, resérvame una suite en el Hotel Montecarlo, ahí me quedaré mientras veo el estado de mi penthouse.

Negó. Soltó un suspiro y me dedicó su mirada severa, Andrés era un hombre joven, pero de expresión seria. Era eficiente, clínico y discreto, salvo cuando sentía que no debía serlo.

—Me vas a disculpar, Aitor, pero esa es tu casa, como es de ella, no sé cómo tomaría tu padre que te quedes en otro lugar, esa es tu casa.

—También es la de ella, y no quiero compartir el techo con esa mujer.

—Es la esposa de tu padre, son una familia.

—Te equivocas, es la esposa de mi padre, pero no somos una familia.

Bufó.

—Las desventajas de ser hijo único, Aitor, tú debes lidiar con esto solo.

—Sí, pero será bajo mis términos, manda a que revisen mi penthouse y lo dejen listo, voy ahora mismo de camino a Maola.

—Bien, les alegrará a todos verte, la mujer de tu padre no es muy querida por allá, su padre menos, hará bien que vean tu cara en las oficinas, subirá el ánimo de la gente —dijo con una mueca parecida a una sonrisa y palmeó mi espalda, se iba cuando le pedí que esperara, se giró para verme con expresión tranquila.

—¿Y los Landa? ¿Cómo están las cosas con ellos? —pregunté por fin envalentonado.

Rodó los ojos.

—El insoportable de Basil es una piedra en el zapato, que tipo tan inmaduro y patán, desde que tu padre se casó con Ilaida, volvieron a las enemistades de antes. Tu padre aún conserva el cinco por cierto de su tan preciado puerto.

—Entiendo.

—Tú, eres muy amigo de la hija de él, ¿no?

Afirmé.

—Claudia.

—Deberías reunirte con ella y ver si los ánimos se calman, y al menos mientras tu padre se recupera lograr un periodo de paz entre las familias, ¿te parece?

—Lo intentaré.

Sonrió y salió por la puerta, ignorante de que no haría tal cosa, con Claudia no hablé más, nuestra amistad se quebró cuando partí a Estados Unidos, no sabía nada de ella.

El auto se detuvo frente a las oficinas del grupo Maola, un edificio alto de cristal y mármol, bajé del auto cuando se detuvo en el estacionamiento, el lugar se veía imponente desde allí, subí con los escoltas dispuestos por Andrés detrás de mí, todos los empleados sonrieron al verme, se acercaban a preguntarme como estaba, me sentí un poco abrumado, la mayoría de la gente era la de siempre, había pocas caras nuevas.

—Joven Aitor, pero que guapo está, es un hombre ya. Lo recuerdo cuando venia del instituto con sus amigos. Como pasa el tiempo —comentó una de las señoras de limpieza.

—Carmencita, usted está muy guapa también, me alegra verla aún por acá.

—Bienvenido, joven.

Seguí saludando a los empleados más antiguos, lo que para mi sorpresa dejó una sonrisa en mi cara. Andrés tenía razón, era hijo único y debía encargarme de todo, pero conocía a muchos de los empleados de confianza de mi padre, no sentía que estuviera solo, necesita conectar con ellos, «estaré bien», pensé, gané un poco de confianza en la difícil tarea que tenía enfrente.

—Aitor —gritó Rosa, la asistente de mi padre.

Me abracé a ella y por poco no contengo el llanto, era una de las empleadas más antiguas de la compañía, fiel a mi padre como nadie, me consentía como solo ella, el abrazo se prolongó y debí separarla de mí para recuperar la compostura.

—Rosita, que bella —dije acariciando su mano.

—Qué bello estás ¡Dios mío! Que muñeco que te has puesto, siempre has sido bello, pero estas guapísimo, me imagino que tienes novia y que debe de ser guapísima.

Negué, y supe que me había sonrojado, ella palmeó mi brazo con un gesto cariñoso.

—Debes ser terrible. —Soltó una carcajada.

—¿Cómo está todo por acá, Rosa? —pregunté mientras me encerraba con ella en la oficina de mi padre.

—Bien, salvo que los Ávila están aquí también, Dimas Ávila se pasea por el lugar como el amo, dueño y señor de todo, cuando no es él, es la hija.




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