La suerte del millonario

Capítulo I: Basil

Dieciséis años atrás.

Caminábamos por las calles empedradas de San Agustín, la capital de Valle Hermoso, una pequeña Isla perteneciente a Montaña Verde, para visitar el famoso café de Pedrico. Me detuve a mitad de la calle y miré hacia atrás, a lo lejos vi la pequeña plaza con las bicicletas que rechazamos usar, se veía el inmenso mar, los barcos y yates, muchos de los cuales eran de mi familia.

—No debería ni sudar, esa es la verdad —espeté.

—¡Basil! Aquí a los dieciocho años ya puedes beber licor —rio  Joel—, está es la semana de tu cumpleaños, ¡A celebrar!

—Quiero celebrar sentado —me quejé.

Finalmente estuvimos frente al famoso café. Una antigua casa colonial, como las del casco histórico de la ciudad, fue transformada en un sencillo pero hermoso café. Se podía ver desde afuera por los grandes ventanales, había una barra, mucha gente joven y bonita, había lo que nos habían prometido: ambiente.

Dentro, todo era un caos, había pocas mesas y todos se arremolinaban cerca de la barra, las chicas iban en traje de baños, vestidos playeros, lucían sus bronceados, la mayoría eran turistas.

—¿Valió la pena? —preguntó Joel.

Le di la razón afirmando con la cabeza mientras repasaba con la vista el lugar, sonaba un jazz al fondo, era un lugar agradable, olía a alcohol y a comida muy sazonada, comida que se veía humear sobre las mesas. Saqué dinero de mi bolsillo y se lo entregué a Ismael.

—Consiguenos los mejores asientos. Quiero una mesa —dije, él sonrió satisfecho y corrió hacia la barra.

A los pocos minutos regresó con mirada triunfal.

—No es fácil acá. Nos han conseguido aquella —dijo y señaló una junto a la puerta en la que estaba sentada una chica rubia con expresión triste.

—¡No entiendo! —espeté.

—La chica solo aparta la mesa para unos turistas que le iban a pagar a la mesera, pero yo le pagué más, o tú mejor dicho.

—Es nuestra la mesa entonces —afirmó Joel.

Nos acercamos, la chica nos miró con expresión nerviosa, se veía bastante tímida, llevaba un vestido corto como blusa y unos pantaloncillos de jeans algo raídos, no era turista y tampoco parecía empleada.

—Está ocupada —dijo con una débil voz.

—Pues María nos ha dicho que es nuestra por cien billetes —dijo Ismael sonriendo.

Ella nos miró confundida, se llevó un mechón de cabello rubio detrás de la oreja y miró hacia la barra.

—Danos espacio, ya viene ella, si estoy mintiendo, nos largamos y ya —Insistió Ismael.

Los tres nos sentamos con ella a la mesa, la mirábamos y su incomodidad era notoria, no era una chica fea, tenía pómulos altos y nariz pequeña, su rostro algo pecoso y el cabello parecía reseco, tenía finas hebras de cabello opacas. Muy delgada, no debía pasar los dieciocho años, pensé, sus labios eran también muy delegados y lucían resecos y quebradizos, pensé al principio que no llevaba zapatos. Llevaba unas sandalias muy gastadas que ocultaba con sus pies debajo de la mesa.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Joel mirándola con malicia.

—Rebeca —susurró.

Él mostraba intenciones de seguir interrogándola, cuando se acercó la mesera. La miró, rodó los ojos y nos guiñó el ojo.

—La mesa es de ellos, ¡Lárgate ya! —se dirigió a la chica con desdén.

Ella alzó la vista y asintió, se levantó pero se quedó de pie junto a la mesa, esperando. La mesera la ignoraba con intención.

—¡Vete! —le repitió sin mirarla mientras recibía el dinero.

—¿Me vas a dar algo ahorita? —susurró.

—No, después.

—¿Pero no me puedes dar algo ahora?

—Que no, que después, no molestes o te hago echar —le dijo. La condujo hasta la puerta, la chica salió arrastrando sus sandalias desgastadas, miraba hacia atrás con los ojos húmedos.

Ninguno preguntó nada. Empezó la diversión, bebimos, comimos, bailamos, invitamos a todas las chicas guapas del lugar, salimos al amanecer cantando, bailando y con tres lindas chicas con la que pasamos el resto de la noche y del día.

Al día siguiente nos disponíamos a salir en yate a recorrer los cayos con las chicas que conocimos cuando Joel se acercó con tono misterioso.

—¿Recuerdan a la chica del café? ¿La que guardaba la mesa? Vende pulseras en la playa, le dije que la dejaríamos subir, que aquí había mucha gente y podría vender todo.

—¿Para qué? No me gusta la idea, déjate de esas bobadas ya Joel —le reclamó Ismael. Me miró en busca de apoyo.

—Que suba. Le compramos sus pulseritas. Ya hizo el día —opiné.

Ismael negó con un gesto. Al rato regresó Joel con la chica, estábamos a punto de subir al yate. Llevaba la parte de arriba de un traje de baños y una falda de jean, las mismas sandalias. Ella ofreció con entusiasmo y una sonrisa las pulseras a las chicas que nos acompañaban pero ellas hicieron gestos de asco y negaron, soltaron risitas bobas.




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