La suerte del millonario

Capítulo III: Claudia

Habían pasado tres días desde la discusión con mi madre, me bendecía y me besaba el cabello antes de que yo fuera a la cama pero no me hablaba. Me evitaba, me dolía mucho, por eso no salí, para demostrarle que me quería portar bien, que podía ser buena y obediente como Ab.

—Dios te cuide —me dijo y besó mis cabellos.

—Te amo —le dije y me abracé a ella, sus ojos se humedecieron y me devolvió el abrazo.

—Yo también, pero tu boquita, cada cosa que dices.

—Que duermas bien —dije.

Me eché sobre mi cama como cada noche a revisar en internet sobre las compañías que operaron en la isla, a veces sentía rabia, me acostaba con los ojos ardiendo, sin necesidad, mi madre podría darme un nombre pero no, no lo hacía. Busqué muchas veces entre sus cosas pero nunca hallé papeles de nada. La página tardaba en cargar, me asomé por la ventana y vi la luz de la casa de mi vecina encendida.

La llamé.

—Vecina.

—Niña ¿Cómo estás? —preguntó.

—Bien, tu internet no anda —comenté.

—Sí, está lento, acabo de reiniciar el modem.

—Qué bueno.

—¿Haces tareas?

—Sí, una asignación sobre las compañías que operaron aquí hace años —mentí.

—Tu mamá debe saber.

—No me dice ni como se llama donde ella trabajaba.

—Ni se acordará ¿Por qué no buscas en el seguro social?

—¿Cómo?

—Pon su número de identificación y su fecha de nacimiento en la página del seguro social y ahí aparece donde trabajó, donde trabaja.

—¿Qué clase de magia es esa? ¿Por qué yo no sabía? Gracias mujer —colgué emocionada.

Brinqué y bailé alrededor de la habitación, tantos años buscando y al fin sabría cómo se llamaba la compañía. Ella le habría prohibido a media isla decirme nada pero al estado no podía callarlo. Esperé que el internet se restableciera y entré a la página del seguro social, las manos me temblaban cuando tipiaba su número de cédula y su fecha de nacimiento.

En ese momento agradecí que cuando cumplí los quince me regalara un teléfono inteligente, ella no tenía uno, ahorro por meses me dijo, cocinaba en la casa para el Café de Pedrico, Catalina le completó para que me lo comprara, fue el mejor regalo de mi vida, no era de gama alta ni demasiado sofisticado pero era inteligente y ahí se estaba iluminando la pantalla con el nombre de la compañía: Atlas INC.

Suspiré. Miré en internet la compañía, era una compañía dedicada a la logística marítima, aún funcionaba en la isla. Los accionistas eran corporaciones, no había una persona como dueña. Tendría que averiguar. Decidí ir al día siguiente.

Al despertar fue lo primero que fui a hacer.

—Haré un recorrido turístico por la isla mami.

—¿Sola?

—Sí, quizás invite a Luisa.

—Está bien. Ve con cuidado.

—Gracias mami hermosa.

No invité a nadie, llegué a las puertas de la compañía.

—Buenos días ¿En qué podemos ayudarla? —preguntó un vigilante.

—Quiero hacer prácticas, del colegio me mandaron.

—¿Viene con Arcelia de recursos humanos?

—Sí —respondí.

—Pasé, anote sus datos en esta carpeta ¿Sabe dónde es?

—No, disculpe —respondí mientras anotaba mis datos.

—Siga derecho por la caminería junto a los jardines y cruce a la derecha, encontrará una puerta de vidrio, allí está.

—Gracias.

Eso hice pero me detuve en la recepción. Una chica con un uniforme me miró de arriba abajo.

—¿Puedo ayudarla?

—Quería ver al dueño —respondí muy segura.

Se echó a reír en mi cara.

—¿El dueño? Ni yo sé quién es el dueño.

—¿Y quién sabe? —pregunté.

Ella se encogió de hombros abriendo mucho los ojos, miró a los lados.

—Ni idea. Hay una biblioteca en la parte externa, si quieres te doy un pase y lees sobre la historia de la compañía. Es lo que puedo hacer por ti.

—Gracias— respondí emocionada.

Asintió y me hizo llenar un formulario solicitando acceso a la biblioteca de la compañía. Pasé allí toda la mañana, el tiempo voló, salí de mi concentración cuando mi estómago rugió, pero valió la pena; antes de que la compañía fuera comprada por esas corporaciones, una familia era la dueña, los Landa González.

Busqué en la computadora de la compañía información sobre ellos en internet, coloqué el nombre Armando Landa González en el buscador, la imagen que apareció en la pantalla me congeló por un segundo: Un hombre alto moreno claro de cabellos lisos oscuros y ojos café, muy guapo y elegante. Se me hacía tan familiar, pero debía tener setenta años ¿No podía ser mi padre o sí? Busqué más fotos y aparecieron los nombres de sus compañías, y la foto de un hombre mucho más joven bastante parecido a él: Basil Landa.




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