La suerte del millonario

Capítulo VI: Basil

El olor del café me llevó a la cocina de forma automática, todos usan relojes despertadores, yo la cafetera programada, cada día a la misma hora el olor del café me levantaba anunciándome que había amanecido vivo. Ese día en la mañana no fue diferente salvo que una morena de cabellos lacios se estaba tomando mi café. Al principio pensé que era un fantasma o una intrusa hasta que recordé la noche anterior. «¡Dios! La noche anterior», su presencia me tomó por sorpresa porque no se suponía que se quedara en mi apartamento.

—Buenos días —dije carraspeando la garganta, ella se giró y me sonrió divertida.

—Señor Landa.

«La nueva asistente del contralor, pero que mal juicio Basil».

—Hola ¿Qué haces aquí? —pregunté con tono cortante y una sonrisa fingida.

Me miró confundida y sonrió.

—Amanecimos juntos —respondió como si no fuera obvio.

—Creí haberte pedido que me dejaras solo.

—Lo siento, nos dormimos.

—Lo siento yo, esto no debió pasar ¿Tú nombre es?

Ella me miró horrorizada, «Angélica», claro que lo sabía pero debía fingir que no para que no creyera que me iba a casar con ella o algo así, nunca llevaba a casa a nadie del personal, salvo contadas excepciones, contadas y muy justificadas excepciones, como esa: ella era realmente hermosa.

—Yo —titubeó.

—No tienes que decir nada, la culpa ha sido mía. Entenderás que no debió pasar.

—Pero pasó —dijo sonriendo mientras mordía su labio inferior.

—Sí, lo sé y no pasará de nuevo, por qué si quieres ser mi novia debo despedirte —reí.

Sus ojos se iluminaron y asintió coqueta.

«¡Oh! No, ese no era el efecto que quería conseguir».

—Pero ya tengo novia. Puedes llegar tarde a la oficina, no puedo llevarte ni puedes llegar con la misma ropa —aclaré.

Ella suspiró y ladeo la cabeza.

—Me dijeron que eras una persona horrible. Ahora lo comprobé personalmente —espetó.

—No he hecho nada. Llamaré a un taxi.

Se cruzó de brazos y me miró furiosa, corrí a mi habitación a bañarme y vestirme. No tenía novia, tener novia iba en contra de mis principios, solo me permitía una que otra para complacer a mi padre, a los miembros de la junta directiva, a la sociedad, siempre una chica bien prospectada, no la asistente del contralor. Mi teléfono sonó y desvié la llamada para salir rápido del paquete que tenía en mi cocina. Después de llamar al taxi, devolví la llamada a Gregory.

—Fin de semana en la montaña azul, deporte extremo, senderismo, rappel, de todo, chicas guapas ¿Anotado?

—Por supuesto. Aunque la ocasión es triste —mencioné divertido.

—Siempre que un soldado caiga no podemos hacer más que estar allí para él —rio.

Joel se iba a casar. Su despedida de soltero sería un evento que duraría desde el viernes hasta el domingo, sería salvaje, loco y divertido, playa, fiestas en yates, discotecas, y terminaríamos relajados lanzándonos al vacío con la vista de las cascadas de montaña azul.

«Amo mi vida y a mis amigos», pensé.

Cuando salí del penthouse, Gustavo, mi chofer, me confirmó que la chica abordó el taxi, detuvo la Hummer verde militar delante de las puertas de cristal de Corporación IVAR, el personal de seguridad me hizo un pasillo como siempre para pasar hasta los ascensores del edificio. Frente a los ascensores, vi a Angélica, con la misma ropa con la que andaba en mi casa, la misma ropa del día anterior. «¿Pero quién se ha creído?».

 Tragué y disimulé como si no la conociera. Ella me miró con suficiencia y pasó delante de mí para tomar el ascensor, atropellándome.

—Más cuidado con el señor Landa, señorita —le advirtió uno de los hombres de seguridad.

—La advertencia me llega tarde —espetó con soberbia.

Miré en otra dirección haciéndome el desentendido. Llegué a mi oficina admirando como cada mañana la vista de la calle detrás de mi escritorio.

—Buenos días señor. El señor Armando ha convocado una junta para el día miércoles, pero quiere reunirse a solas con usted hoy en la tarde —explicó Marcela.

—Soy su posesión, no debe pedir permiso ni opinión, hasta me salió rima —reí, si ya lo dispuso así mi padre, pues será—contesté resignado.

—Una mujer insiste en verlo, se llama Rebeca Cafcone.

—¿Rebeca qué?

—Cafcone. Está desde las seis de la mañana aquí señor.

—Ni idea. ¿Si no tiene cita porque me lo mencionas?

—Por qué dice que es personal.

—¿Personal? No conozco a ninguna Rebeca, y ni se te ocurra, jamás en la vida pasarme a alguna mujer que diga que quiere hablar conmigo algo personal si no la conozco. ¡Dios me libre!

—Si me permite, la mujer se ve bastante humilde y llorosa, dice que es por su hija, quizás quiera alguna colaboración, le pregunté qué quería pero se negó a decir algo.




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