La Tercera Esposa del Árabe

CAPÍTULO 13: Nada es coincidencia

Ishaen

El amanecer me encontró despierta antes de que el primer rayo de luz se filtrara por la cortina. No era insomnio, era esa sensación punzante de que algo se me escapaba, de que había piezas moviéndose en un tablero que mi padre no me permitía ver.

Me vestí con la rutina de siempre, pero mis movimientos eran mecánicos, desprovistos de la calma habitual. Al bajar a desayunar, encontré a mi madre sirviendo café. Sonrió al verme, pero en sus ojos había cansancio. Supuse que tampoco había dormido bien. Mi padre, en cambio, ya no estaba; se había marchado temprano. Eso, en él, no era casualidad.

—Te dejó un mensaje —dijo mi madre, alcanzándome una nota escrita de su puño y letra.

"Hoy tendré un día largo. Nos vemos en la empresa."

Eso era todo. Ni una explicación, ni un rastro de la tensión de la noche anterior. Como si con una frase pudiera borrar las horas de silencio.

—¿Sucede algo mamá? —pregunte sentándome y tomando un bocado de la tortilla.

—No me quiso decir nada. Tranquila dejemos que él lo resuelva.

Solté un suspiro y asentí. Por supuesto que no me iba quedar de brazos cruzados debía averiguar qué pasaba con él.

En la oficina, los pasillos parecían aún más fríos. Los empleados lo sabían: cuando Abdul Al-Masri llegaba con el ceño fruncido, todos caminaban más rápido, hablaban más bajo. Pero a mí no me engañaba. Su silencio era más elocuente que cualquier discurso.

Lo primero que hice fue dirigirme al despacho de mi padre. Llevaba conmigo los reportes que había revisado la noche anterior, con la esperanza de aprovechar unos minutos para comentarlos. Toqué suavemente la puerta. Nada.

Me giré hacia su secretaria.

—¿Mi padre está en la oficina? —pregunté.

Ella alzó la vista, algo incómoda, como si buscara las palabras correctas.

—El señor Al-Masri está en reunión con el director financiero, señorita. Desde hace un buen rato.

No era raro que se reunieran, pero lo extraño era que lo hiciera sin comentarlo conmigo, sin anticiparme nada. Mi padre solía confiarme cada movimiento importante, incluso aquellos que parecían rutinarios.

—¿Le dijo cuánto podría tardar? —insistí.

—No, solo pidió que no lo interrumpieran bajo ninguna circunstancia.

Agradecí con un leve gesto, pero la inquietud ya se había instalado como un peso en el pecho. La orden de “no interrumpir bajo ninguna circunstancia” no era propia de mi padre, al menos no para asuntos internos.

Regresé a mi oficina con la carpeta aún en la mano. Me senté frente al escritorio, pero los números en los documentos se volvieron borrosos. Una y otra vez, mi mente volvía a la imagen de la noche anterior: papá en la mesa sin probar bocado, esquivando nuestras miradas, cargando con un silencio que parecía más pesado que cualquier deuda.

¿Qué lo estaba atormentando al punto de excluirme? ¿Y qué papel jugaba en todo esto el enigmático Zayed Al-Karim, que se había cruzado en nuestro camino como una sombra elegante y calculada?

El día siguió con la rutina de siempre: llamadas, reportes, reuniones menores. Pero bajo esa capa de normalidad había un rumor inquietante que no lograba acallar.

Sabía que no era momento de confrontar. No todavía. Pero la espina estaba allí, hundiéndose más hondo con cada hora que pasaba.

Los días transcurrieron con la misma rutina ya era el tercer día y amaneció con la misma pesadez de los anteriores. En casa, el ambiente era igual de denso: mi padre salía temprano y se refugiaba en su oficina. Mi madre evitaba las preguntas directas, como si también temiera escuchar la respuesta.

Intenté abordarlo otra vez, pero su asistente me dijo que estaba en conferencia con el equipo jurídico y que no quería interrupciones. “Más tarde”, me repetía siempre. Pero ese más tarde parecía una promesa que nunca llegaba.

Cada intento mío por acercarme era desviado con elegancia, como si supiera exactamente cómo esquivarme sin dejarme un resquicio para insistir. Y esa evasión, más que tranquilizarme, confirmaba lo que mi instinto gritaba: algo estaba muy mal.

Decidí dejar de presionarlo. Al menos por la mañana.

—Hoy voy a almorzar con Alina —le dije a mi madre al salir, buscando en su mirada alguna reacción.

—Te hará bien despejarte un poco —respondió con una sonrisa suave, aunque sus ojos me confirmaron que ella también estaba inquieta.

Pase mi mañana entre documentos y revisiones, al medio día me dispuse a salir, ya que Alina me recogería. Al salir su auto ya estaba estacionado frente a la empresa.

—Por fin, ya estaba a punto de pedirte un rescate internacional —bromeó, abrazándome fuerte.

—Estaba… ocupada —respondí con una sonrisa forzada.

Subimos y ella puso el auto en marcha, agradecí que la conversación se desviara hacia trivialidades: su nuevo proyecto en la galería, un viaje que planeaba, los comentarios de su madre. Pero inevitablemente, ella me leyó el rostro.

—Ya, suéltalo —dijo de pronto, dándome un golpecito en el brazo mientras maniobraba entre el tráfico—. ¿Tu padre aún no suelta prenda?

El nudo en mi garganta se apretó.

—No me dice nada, Alina. Se encierra en la oficina, evita mis preguntas… es como si de pronto hubiera decidido que yo no tengo derecho a saber qué ocurre.

Alina me echó una mirada de soslayo, arqueando una ceja. Al detenerse en un semáforo con gesto pensativo tamborileo el volante.

—¿Y no será que exageras un poco? A lo mejor son temas de empresa que no quiere preocuparte.

—No, Ali. Lo conozco. Algo lo está consumiendo… y siento que tiene que ver con Zayed Al-Karim. Desde que apareció, papá anda inquieto.

Su nombre salió de mis labios como una confesión. Alina sonrió de medio lado, como quien reconoce que esperaba esa pieza del rompecabezas.

—Y eso te tiene con la cabeza en otro lado.




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