Ishaen
El murmullo del restaurante aún resonaba en mi cabeza cuando crucé las puertas de vidrio y dejé que el aire tibio de la tarde me golpeara el rostro. No era el almuerzo lo que me había quitado el apetito, sino él. Zayed Al-Karim.
Había algo en su forma de observarme que me incomodaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. No era solo la intensidad con la que parecía leer cada gesto mío, como si pudiera descifrar pensamientos que ni yo misma entendía; era la seguridad con la que hablaba, la calma peligrosa que convertía cualquier frase en un reto velado.
Alina, por supuesto, se había divertido como nunca, disfrutando de cada tensión que sembraba entre nosotros. Yo, en cambio, había sentido que el aire pesaba demasiado, que cada palabra suya tenía un doble filo que rozaba un lugar que no quería tocar.
Pero lo que más me perturbaba no era él, sino lo que intuía detrás de su presencia. Papá.
Su actitud en los últimos días había cambiado. Más silencioso, más distante.
Y ahora Zayed aparecía en escena, siempre en el momento justo, como una sombra que se alargaba sobre nuestras vidas. No necesitaba pruebas para saberlo: estaba convencida de que él estaba conectado con lo que le ocurría a papá. Y esa certeza me apretaba el pecho.
En la mesa, intenté ser firme, mostrar distancia. Lo hice. Pero en el fondo… algo me traicionaba. Porque por más que quisiera verlo solo como una amenaza, no podía ignorar la manera en que sus palabras me alcanzaban, como si supiera exactamente dónde golpear para sacudirme por dentro.
Respiré hondo, ajustando el bolso en mi hombro, tratando de sacudirme esa sensación. Tenía que mantener la cabeza fría, tenía que descubrir qué era lo que mi padre me ocultaba. Y, sobre todo, tenía que mantener a raya al hombre que, sin apenas proponérselo, ya se había convertido en mi mayor interrogante.
Caminé despacio hacia el auto, intentando recomponer mi respiración.
—¿Estás bien? —preguntó Alina al abrir la puerta del coche, observándome con esa mezcla de curiosidad y picardía que le era tan natural.
—Sí… —respondí tras una pausa—. Solo fue un almuerzo. Nada más.
Ella soltó una risa suave, breve, y luego me miró con ojos chispeantes.
—¿Nada más? Por favor, Ishaen… ¿y esa manera en que él no dejaba de mirarte? Eso no lo hace cualquiera.
Me mordí el labio, incómoda, desviando la vista como si el horizonte pudiera darme refugio.
—No sé de qué hablas.
—Claro que sabes. —Su voz sonaba ligera, traviesa, pero escondía una verdad difícil de esquivar—. Lo vi en ti, Ishaen. Lo vi en tus ojos cuando él te habló.
Inspiré hondo, tratando de mantener la calma. No podía permitir que ella descubriera lo mucho que me había afectado. Debía mantener la compostura, aunque mi corazón aún retumbaba con un ritmo extraño.
—Es… distinto —dije finalmente, intentando sonar casual—. No es como los demás.
Alina me miró de reojo, una sonrisa lenta curvando sus labios.
—Distinto… —repitió, como saboreando la palabra—. Esa es exactamente la clase de excusa que alguien usa cuando ya está medio atrapada y no lo quiere admitir.
—No exageres —bufé, girando la vista hacia la ventana para evitar su escrutinio.
Ella soltó una risa suave, breve, y sacudió la cabeza.
—Yo no exagero, Ishaen. Créeme, lo vi claro: él no apartó la mirada de ti en todo el almuerzo. Y tú… bueno, digamos que tampoco hiciste mucho por evitarla.
—Eso no significa nada —me defendí rápido, demasiado rápido.
Alina arqueó una ceja, triunfante.
—Cuando alguien contesta tan deprisa, siempre significa algo.
Guardé silencio, apretando los labios, consciente de que negarlo solo le daría más motivos para provocarme.
—Además —continuó, bajando un poco el tono, casi como quien comparte un secreto—, ese hombre no mira como los demás. No son simples halagos ni gestos vacíos. Es… como si ya supiera algo que los otros no.
Un escalofrío recorrió mi piel, porque esas palabras coincidían demasiado con la sensación que me había acompañado durante todo el almuerzo.
—Pues que se quede con lo que cree saber —murmuré, intentando sonar firme—. No voy a darle más importancia de la que merece.
Alina sonrió con picardía, apoyando la cabeza contra el respaldo.
—Claro, claro… tú sigue diciéndotelo. Ya veremos cuánto te dura esa muralla.
No respondí. El auto avanzaba despacio entre el tráfico, y yo fingí concentrarme en las calles, aunque en realidad cada palabra de ella había calado más hondo de lo que quería admitir.
Mientras nos acercábamos a la empresa, mi mente regresó otra vez a Zayed. A su mirada, a esa calma que parecía esconder un secreto demasiado grande. Era como si cada gesto suyo estuviera calculado para arrastrarme un poco más hacia él, y yo lo sabía.
El auto se detuvo frente al edificio de la empresa, imponente bajo el sol de la tarde. Las paredes de vidrio reflejaban el cielo como si fueran un recordatorio de que allí dentro el tiempo tenía otro ritmo, uno frío y calculado.
—Bueno, hasta aquí llegamos —dijo Alina, girándose hacia mí con esa sonrisa suya que nunca perdía la chispa.
—Gracias por el almuerzo —respondí, intentando sonar normal.
—Gracias nada, Ishaen. —Alina arqueó una ceja con picardía—. Yo solo espero que no termines cayendo con demasiada fuerza. Ese hombre… —dejó la frase en suspenso, como si las palabras se quedaran cortas—, juega en otra liga.
Sonreí apenas, forzada, y abrí la puerta del auto.
—Lo sé.
Ella me observó unos segundos más, y luego, con un suspiro teatral, encendió de nuevo el motor.
—Está bien, amiga, te dejo. Pero prométeme que no vas a tragarte sola todo esto.
Asentí, aunque las palabras quedaron suspendidas en el aire. La vi alejarse mientras mi reflejo se confundía en el cristal de la entrada.
La jornada en la oficina transcurrió con el peso de una rutina que intentaba distraerme. Sin embargo, a medida que las horas se deslizaban, la presencia de Zayed y la inquietud de mi padre volvían a irrumpir en mi mente con una nitidez inquietante. Para cuando la noche cayó sobre la ciudad, el cansancio me pesaba en los hombros, pero más aún el torbellino de pensamientos que no podía ordenar.
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Editado: 06.10.2025