La Tierra Corrompida

Prólogo

 

Azel paseaba por las estrechas calles del sector norte de la ciudad, obviando el hecho de que asesinaría a alguien esa misma noche.

Intentaba ignorar, sin mucho éxito, aquellos remolinos que invadían el cielo, entrelazados como tentáculos serpenteantes, de una decadencia profunda y corrompida. Escuchaba sus susurros, procedentes como diminutos latidos alternos al de su corazón, resonando fuera de compás. Sin armonía. Sin conexión. Pero constantes.

    Resultaba ridículo que siguiera sintiendo esa misma inquietud hacia aquella ensortijada que antaño, cuando apenas era un niño. ¿Un Hacedor de Sangre temiendo a las lascas de la Devastación? Inverosímil. Y, sin embargo, así era.

     Una persona normal no podía comprenderlo. Por más que hubiera vivido toda su vida bajo la presión continua de aquel fenómeno de poder, su conexión con aquello era inexistente. Aquel cielo era especial. Solo se vislumbraba en las tierras de Sprigont, la tierra corrompida, como la llamaban. Fluía desde el origen de la Devastación, trasmitiendo su poder.

     Llamando a aquellos que podían escucharlo.

     La ciudad por el sector norte parecía muerta. Azel la contempló unos momentos, luego apartó la mirada. Asqueado, sintiendo su dolor. Era una visión desconsoladora. Y era todo lo que Azel había visto en su vida. Negrura. Corrupción.

     Azel esperó unas cuantas horas, cerca de la catedral del Héroe. Su abrigo negro ondeaba con estrepito, tronando por la ferocidad del viento. Le era extraño vestir de negro. No solo por el hecho de que resultara incomodo entre lo opaco que era el mundo, sino porque el color resultaba ser el semblante sagrado de la fe del Héroe.

     Inmediatamente se sintió estúpido por ello. ¿Qué importaba lo que creyese la fe del Héroe? Él no pertenecía a ella, naturalmente. Solo los locos creían que un hombre que luchó por sus propios ideales era Dios. Azel creía en Diane, la diosa dragón y campeona de los Creadores.

     Sacudió la cabeza en cuando escuchó pasos provenir de fuera de la catedral. La inmensa construcción era una maravilla arquitectónica, con ocho torres que se alzaban como colmillos a incluso más altura que las murallas de la ciudad.  

     «Tres hombres saldrán de la catedral cuando la noche no pueda ser más oscura, cuando la ciudad pertenezca a las Lascas. Todos vestirán de la misma manera: túnicas oscuras y máscaras pálidas. Pero uno de ellos cojeara. Sabes qué hacer con él. No puedes fallar, necesitas hacerlo esta misma noche.», dictaba la orden que le habían impuesto esa misma mañana por escrito sin que pudiera objetar al respecto o rechazarla. No tenía derecho a esto, siendo él como era, debía sentirse agradecido por ser útil.

     Azel se inclinó por el lateral y contuvo la respiración al ver salir a alguien por las puertas ribeteadas de negro. Era, en efecto, como le habían dicho que sucedería. Un hombre que caminaba encorvado y cojeaba al andar fue el primero en salir. Esto último no parecía autentico, comprobó Azel, lo más seguro era que el hombre imitara una cojera. Vestía encapuchado, con ropas opacas, pero no negras. Y la máscara pálida que le habían dicho que tendría.

 Al parecer quería pasar inadvertido o, como mínimo, que no se le reconociera.

     Ese era el hombre al que esperaba. El hombre al que le habían ordenado asesinar sin que tuviera tiempo a analizarlo o estudiarlo lo más mínimo.

Iba acompañado por otros dos hombres de igual vestimenta.

     Azel esperó unos cuantos segundos y, momentos antes de que aquella persona doblara por algún recodo, salió tras él.

     Vestir de negro tenía sus ventajas. Podía camuflarse entre la noche y la negrura imperante de las edificaciones, como una figura más en una opaca pintura. Era como si formara parte de la misma ciudad, sin sobresalir, sin alterar su negro contorno.

     Pese a esto, era insuficiente.

     De noche, poca gente salía al exterior. Supersticiosos o sabios, dependiendo en que creyeran que podría sucederles. Fuera como fuere, las calles estaban vacías y si alguien se fijaba lo suficiente lo descubrirían.

     Inspiró hondo y, sin dejar que aquel hombre desapareciera de su rango de visión, Hirvió Sangre.

     El proceso, tan natural como el mismo respirar, hizo resonancia en su interior, siguiendo el compás alterno al de su corazón: el del poder de la Devastación. La sangre en su cuerpo empezó a calentarse y, de pronto, pareció arder. Hirviendo dentro de él, queriendo huir a brotes de humo, pero sin poder hacerlo.

     Atrapada, condensada y sin escapatoria.

     Liberó esta sangre, Expulsándola mientras la Dividía, efectuando una de las ocho habilidades complementarias: Evaporación de Sangre. El resultado fue un cambio en su cuerpo. Volutas de humo escarlata brotaron desde el interior de su piel, como si esta estuviese hecha de rendijas y él fuera un horno en funcionamiento.

     De pronto, su consistencia se perdió gradualmente mientras el humo lo envolvía en pequeños tirones que revoloteaban en el aire. Su aspecto, asemejado a uno de los espectros de las historias, estaba clavado en el suelo y, sin embargo, sin apenas presión, sin apenas resistencia.

     Azel emprendió la marcha nuevamente, deslizándose por el aire, mientras plantaba los pies en el suelo. Sin ruidos, sin alertas, como si sus movimientos fueran obra del mismo ulular del viento.



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En el texto hay: dioses, magia, conflicto

Editado: 26.09.2022

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