La tonta perfecta

Capítulo 8

Bianca aún no podía creer la pesadilla que estaba viviendo. Su madre, Maite, la miraba con seriedad y diversión, no podía ocultar lo mucho que disfrutaba cada segundo de su tormento.

—Bianca, ve a empacar las maletas. Tienes que cumplir con tu deber de esposa —dijo Maite, cruzándose de brazos con una sonrisa maliciosa.

—¿Perdón? —Bianca casi se atragantó con sus propias palabras—. Mamá, ¿cómo es posible que me mandes a empacar para irme a vivir con ese idiota que está sentado ahí tan campante? —señaló con desprecio al hombre que, efectivamente, estaba sentado en el sillón de la sala, mirando su teléfono como si nada pasara.

Augusto Martinez, su jefe… ahora esposo, ni siquiera levantó la vista. Solo movió un poco su ceja izquierda, señal de que no le importaba un comino su berrinche.

—Ay, hija, no te hagas la sufrida —respondió Maite, levantándose lentamente de su silla—. Tú solita te metiste en esto. Firmaste ese contrato sin leerlo, creyendo que estabas aceptando pagar por cotas un traje caro, ni que hubiera sido hecho en oro y ahora, pues… ya te casaste. No es mi culpa que tu jefe tenga esa carita de niño rico y te haya tendido una trampa.

—¿Niño rico? Por favor, mamá, ese hombre es un demonio en traje caro —masculló Bianca.

—Pues te va a tocar convivir con el demonio —dijo Maite, acercándose a su hija con pasos sigilosos.

Bianca retrocedió instintivamente.

—Ma… mamita… —susurró, temblando como cuando era niña y sabía que había metido la pata.

Maite acercó su rostro al de Bianca, pegando sus frentes, y susurró con tono amenazante:

—Bianca del Pilar González, ¿creíste que eras muy lista al firmar ese contrato sin leer? Ahora, te guste o no, eres la señora Martinez. Y tú, niña, me hiciste quedar como una tonta porque las González no somos estúpidas. Así que vas a empacar tus cosas, y las mías también, porque me voy contigo un tiempo. Vas a demostrar que una González solo es engañada una vez en la vida. Punto final.

—Sí, mamita… —dijo Bianca con voz apagada mientras subía corriendo las escaleras.

Carlos, que había estado observando todo de reojo, soltó un suspiro.

—Esto va a ser un infierno —murmuró para sí mismo, aún divertido.

Mientras empacaba, Bianca sonreía con picardía.

—Desgraciado jefecito… prepárate, porque seré tu peor pesadilla.

La mudanza fue un caos absoluto. Bianca y su madre llegaron a la lujosa mansión de los Martinez, con cinco maletas, dos cajas y un loro que Maite insistió en llevar porque “un hogar sin un loro chismoso no es un hogar”. Augusto solo miraba el espectáculo desde la puerta, sin creer lo que veía.

—¿Qué es todo esto? —preguntó, la abuela de Augusto frotándose las sienes, solo pidió que dos se mudaran y ahora eran cuatro—. Pensé que venías tú solo con tu esposa.

—Oh, abuela , ¿no te lo dije? Mi esposa viene junto a su mamá por un tiempo… y Pepito también —dijo, señalando al loro que ya estaba picoteando el costoso sofá de cuero.

—¿Pepito? —Dione parpadeó, incredula —. ¿Un loro?

—Sí, abuela él escucha todo... Así que mejor Augusto no hables mal de mí, dijo Bianca —pasando por el lado de Augusto y le guiñó un ojo , dejando un rastro de perfume dulce que lo hizo fruncir el ceño y, al mismo tiempo, apretar los labios.

Maite entró cargando una bolsa enorme de lo que parecía ser… ¿ropa de gimnasio?

—¿Eso también es tuyo? —preguntó Dione a la mamá de Bianca.

—No, querida, es mío. Todas las mañanas haré zumba aquí en la sala. Me relaja —respondió Bianca, sonriendo como si le estuviera haciendo un favor.

Augusto respiró hondo.

—Esto no puede ser real.

Esa primera noche, Bianca decidió que su plan para atormentar a Augusto debía comenzar cuanto antes.

—Voy a dormir en tu habitación —anunció mientras desempacaba sus maletas.

Augusto casi se atraganta con el vaso de agua que estaba bebiendo.

—¿Perdón? —preguntó, tosiendo.

—Sí, somos esposos, ¿no? Digo, no querrás que la gente piense que tenemos un matrimonio falso —respondió con una sonrisa angelical.

—¡Es un matrimonio falso! —exclamó él, desesperado—. Solo nos casamos porque era la única manera de calmar a la fiera de mi abuela. No necesitamos compartir habitación.

—¿Qué no que por su enfermedad?

—Si eso dije.

—Ay, jefecito, pero tú me metiste en esto. Ahora aguántate —dijo, guiñándole un ojo.

Augusto se masajeo las sienes nuevamente, preguntándose en qué momento su vida se había salido tanto de control.

—¿Puedo, al menos, poner algunas reglas? —pidió, tratando de mantener la compostura.

—Claro, claro —asintió Bianca—. Pero yo también pondré las mías.

Augusto suspiró.

—Primera regla: no me molestes cuando esté durmiendo.

—Primera regla mía: no uses el baño cuando yo me esté arreglando.

—Segunda regla: no toques mis cosas.

—Segunda regla mía: no uses mi shampoo caro para tus baños de hombre aburrido.

—Tercera regla: no invites a la gente sin avisarme.

—Tercera regla mía: no traigas a ninguna de tus “amigas” aquí.

Augusto levantó una ceja.

—¿Celosa?

—No, pero Pepito tiene problemas con las mujeres—dijo Bianca con una sonrisa de victoria.

Mientras en la amplia y elegante sala, decorada con muebles de terciopelo y una tenue luz dorada que iluminaba delicadamente cada rincón, Maite y Dione chocaban sus copas de vino tinto, dejando escapar una carcajada que resonó en el aire. El sonido cristalino de las copas al encontrarse se mezclaba con los gritos y las discusiones que provenían del piso superior, donde Bianca y Augusto intercambiaban reglas absurdas en su convivencia forzada.

Maite, con una sonrisa astuta dibujada en su rostro, observaba a la abuela de Augusto con complicidad. Sus ojos brillaban con picardía, saboreando tanto el vino como el caos que se avecinaba.

—Esto cada día se pondrá más divertido —comentó Dione, inclinándose ligeramente hacia Maite, con su sonrisa llena de malicia.




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