Bianca, unas horas después, entrega el informe que Augusto le pidió. Exagera un bostezo y estira los brazos, como si realmente estuviera agotada.
—Jefecito, aquí está lo que me pidió. Y si no quiere que lo demanden por explotación laboral, más le vale dejarme ir a mi casa. Estoy muerta en vida de tanto trabajo —dice dramatizando, apoyándose en el escritorio como si estuviera a punto de colapsar.
Augusto, quien está hambriento y con un humor de perros, resopla y se masajea las sienes. Ni siquiera tiene fuerzas para discutir con ella.
—Está bien, vete —cede con fastidio.
Bianca da media vuelta con una sonrisa triunfante, lista para salir corriendo de la oficina antes de que su jefe cambie de opinión. Pero justo cuando está a punto de cruzar la puerta, la voz de Augusto la detiene en seco.
—Bianca.
Ella se gira, arqueando una ceja. El tono de su jefe suena diferente, menos autoritario y más… ¿casual?
—¿Qué pasa, jefecito? ¿Se arrepintió y quiere que le traiga el historial médico de cada empleado también? —pregunta con sarcasmo.
Augusto la ignora y se pone de pie, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón. La mira con expresión indescifrable antes de lanzar su inesperada propuesta.
—¿Quieres ir a comer?
Bianca parpadea, sorprendida. No sabe qué responder. Su primera reacción es burlarse de él, pero algo en su expresión le hace dudar. Luego, la culpa la golpea. Ella se comió un banquete delicioso mientras él pasó todo el día sin probar bocado, aunque tiene la sospecha de que al menos se comió el postre que había pedido solo para molestarla.
Se cruza de brazos y lo mira con desconfianza.
—¿Comer? ¿Tú y yo? ¿Juntos? ¿Sin amenazas de despido ni intentos de asesinato? —pregunta, como si quisiera asegurarse de haber escuchado bien.
Augusto resopla, rodando los ojos.
—Si no quieres, olvídalo —responde con indiferencia y se dirige a la puerta.
Pero antes de que pueda salir, Bianca reacciona y corre tras él. Sin pensarlo, se aferra al brazo de Augusto, enlazando el suyo con el de él.
—¡Espera! Sí acepto —dice con rapidez, antes de sonreír traviesa—, pero solo si tú pagas.
Augusto la mira de reojo, y aunque su expresión sigue seria, sus labios se curvan levemente en lo que casi parece una sonrisa.
—Está bien para mí —responde simplemente.
Bianca sonríe más ampliamente, satisfecha con la respuesta. Pero Augusto mantiene su semblante serio, sin dejarse contagiar por su entusiasmo.
—Genial. Espero que elijas un buen restaurante, porque pienso pedir lo más caro del menú —bromea Bianca, guiñándole un ojo.
Augusto solo sacude la cabeza y sigue caminando, arrastrando a Bianca con él. Aunque su rostro sigue siendo el de un hombre estoico y sin emociones, algo en su postura es diferente.
Mientras bajaban en el elevador, Augusto intentaba decidir a dónde llevarla. La verdad era que tenía tanta hambre que cualquier sitio le parecía bien. Podía llevarla a un restaurante elegante, a uno de sus habituales lugares de negocios, pero en ese momento solo quería comer rápido y sin complicaciones. Antes de que pudiera sugerir un lugar, Bianca tomó la iniciativa.
—Ya sé a dónde vamos —dijo con emoción, jalándolo del brazo.
Augusto la dejó hacer, siguiéndola por las calles hasta que, para su horror, se detuvieron frente a un puesto callejero de hamburguesas. Era un sitio pequeño, con un par de mesas de plástico en la acera y un aroma delicioso a carne asada y pan tostado.
—¿Aquí? —preguntó Augusto con incredulidad.
—Sí, aquí. Son las mejores hamburguesas de la ciudad. Ya verás —afirmó Bianca sin darle oportunidad de negarse. Se acercó al mostrador y pidió dos hamburguesas completas con papas y dos Coca-Colas.
Augusto observaba a su alrededor con desconfianza. No era que le molestara la comida callejera, pero estaba acostumbrado a restaurantes de lujo y cenas con cubiertos de plata. Mientras él analizaba el lugar, Bianca ya estaba sentada en una de las mesas y comía con la energía de alguien que no había probado bocado en días.
—Dios, esto es glorioso —murmuró con la boca llena.
Augusto se sentó frente a ella, todavía dudoso, pero cuando su hamburguesa llegó y dio el primer bocado, su expresión cambió ligeramente. Estaba increíblemente buena. Sus labios formaron una pequeña línea de aprobación, pero se negó a darle la satisfacción de reconocerlo en voz alta.
—Te ves ridículo mirando a todos lados como si alguien fuera a reconocerte y tomarte fotos comiendo una hamburguesa —se burló Bianca, disfrutando su comida.
—No estoy haciendo eso —replicó él con seriedad, pero ella solo se rió.
Siguieron comiendo en silencio por un rato, hasta que Bianca notó algo curioso: por primera vez, Augusto no tenía esa expresión de superioridad y frialdad. Parecía… relajado. Aunque su rostro serio se mantenía, no había tensión en sus hombros ni una mirada de juicio en sus ojos. Era un momento extraño pero agradable.
—Debo admitir que esto no está mal —dijo él finalmente, tomando un sorbo de su refresco.
—¿Ves? Te dije que confíes en mí más seguido —contestó Bianca con suficiencia.
Augusto rodó los ojos y negó con la cabeza, pero una pequeña sonrisa se formó en sus labios.
Después de terminar sus hamburguesas y refrescos, Bianca limpió sus manos con una servilleta y sonrió satisfecha. Augusto, en cambio, seguía mirando a su alrededor con evidente incomodidad. No estaba acostumbrado a comer en la calle, pero el hambre había sido más fuerte que sus manías.
Augusto se puso de pie y sacó su billetera para pagar. Bianca lo miró con una ceja arqueada y una sonrisa traviesa.
—¿Ahora qué? —preguntó él, notando su expresión.
—Nada, solo disfruto verte pagar por comida callejera. Todo un logro —respondió ella con diversión.
Augusto rodó los ojos y le hizo una seña para que lo siguiera hasta el auto. Subieron y, mientras conducía, le dijo sin rodeos: