La traducción del amor

Capitulo 1

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Capítulo 1 — Sobreviviendo con quince dólares y fe

La primera vez que pensé que mudarme a Estados Unidos era una buena idea, estaba sentada en la cama de mi antiguo cuarto, comiendo arroz blanco con huevo frito y llorando por mi mala suerte.
La segunda vez que lo pensé, ya estaba en el aeropuerto, con dos maletas prestadas, una mochila rota y un sueño tan grande que no cabía en ninguna de las tres.

No me malinterpretes: no soy una mártir.
Solo soy una mujer latina con una carrera que no paga las cuentas, un corazón testarudo y una habilidad especial para meterme en líos.
Me llamo Andrea Rodríguez, tengo veintisiete años, soy de piel canela, cabello rizado y una facilidad ridícula para reírme incluso cuando debería estar llorando.
Estudié idiomas en la universidad, pero la vida decidió que mis únicos “clientes” serían los subtítulos de Netflix y los letreros en inglés que intento traducir en la calle.

Durante un tiempo creí que las cosas iban a mejorar.
Tenía un trabajo como asistente en una oficina de turismo, un pequeño apartamento alquilado y una rutina estable. Pero la estabilidad duró lo mismo que un aguacero en verano. La empresa quebró, el jefe se desapareció, y el único mensaje que recibí fue uno que decía “gracias por todo”.

Así que ahí estaba: sin empleo, sin ahorros y sin paciencia.

Fue entonces cuando Leo, mi mejor amigo desde la universidad, me dijo que tenía una habitación disponible en Nueva Jersey.
“Podemos compartir los gastos”, dijo. “Empezamos desde cero y vemos qué pasa.”
Y yo, que a veces confundo el coraje con la locura, acepté.

La primera semana en Estados Unidos fue como un episodio piloto de una comedia barata.
Llegamos con toda la ilusión del mundo, pero sin saber cómo funcionaban las cosas.
El primer día compré un litro de leche a cinco dólares y me dieron ganas de regresar al aeropuerto.
El segundo día me di cuenta de que aquí la gente no saluda con besos ni abraza por costumbre.
El tercero, entendí que “cheap room” no significa “habitación barata”, sino “lugar donde probablemente escucharás las discusiones del vecino a las tres de la mañana.”

Nuestra nueva “casa” era el sótano de una casa grande y vieja. Tenía dos camas individuales, una cocina minúscula, una nevera que sonaba como un tractor y una ducha que escupía más aire que agua.
Pero al menos era nuestro refugio.
O eso nos repetíamos para no llorar.

—Andre, ¿cuánto nos queda? —preguntó Leo una mañana, mientras abría la nevera con la esperanza ingenua de encontrar algo más que aire frío.
—Depende —respondí desde la mesa, donde revisaba anuncios de empleo en el periódico—. ¿Cuentas la mitad de tomate o solo los quince dólares?
—¿Quince? —Su tono fue una mezcla de horror y resignación.
—Bueno… catorce con cincuenta, porque anoche compraste papas fritas.
—Eran necesarias para la moral del equipo.

Leo era de esos amigos que siempre encuentran el lado cómico del desastre.
Tenía el cabello negro despeinado, unos ojos grandes llenos de ideas y una sonrisa que usaba como escudo.
Nos conocimos en la universidad, cuando él me pidió ayuda para aprobar francés, y desde entonces no nos hemos despegado.
Él es mi hermano del alma, mi compañero de dramas, el que siempre dice “todo va a salir bien” aunque el mundo se esté cayendo a pedazos.

—Podríamos vender algo —propuso, mirando a su alrededor—.
—¿Qué? —pregunté.
—La tostadora que no tuesta, la cafetera que explota, o mi dignidad.
—La dignidad no se vende, Leo.
—Entonces estamos en problemas.

Nos reímos los dos, aunque la risa sonó un poco hueca.
La verdad era que el dinero se nos estaba acabando y las oportunidades no aparecían.
Yo había dejado decenas de solicitudes en restaurantes, tiendas, guarderías y oficinas, pero la respuesta más amable que recibí fue un “lo llamaremos”, que nunca llegó.

A veces pensaba que mi currículum tenía un hechizo de invisibilidad.

A las nueve en punto, alguien golpeó la puerta con la delicadeza de un martillo.
Yo ya sabía quién era.

—Oh no… —murmuré.
Leo me miró con cara de tragedia.
—¿El casero?
—El mismísimo.

Mr. Thompson, nuestro casero, era un señor de unos sesenta años, con bigote gris y una barriga orgullosa. Siempre llevaba la misma camisa a cuadros y una libreta en la mano, donde anotaba hasta el aire que respirábamos.
Apenas abrí la puerta, me recibió con su voz grave y su perfume que olía a colonia de los 80.

—Miss Rodríguez, hoy es día cinco —dijo con tono solemne.
—Sí, lo sé. Un hermoso cinco, ¿no cree? —intenté bromear.
—Significa que necesito el pago del alquiler antes del fin de la semana.

Yo tragué saliva.
—Sí, claro. Estoy… esperando un pequeño depósito.
—¿Depósito? —arqueó una ceja.
—Sí, de fe. —Sonreí nerviosa—. Estoy esperando que Dios deposite algo en mi cuenta.

Leo se atragantó riéndose desde la mesa.
Mr. Thompson, en cambio, no sonrió.
—No me interesa la religión, señorita. Solo el dinero.

Después de una breve charla sobre “la importancia de cumplir los plazos” y “las consecuencias de los retrasos”, se fue refunfuñando, dejando un olor a desesperación (la nuestra) en el aire.

Cuando la puerta se cerró, me dejé caer en el sofá.
—Creo que nos va a desalojar —dije con voz apagada.
—No te preocupes. Podemos acampar en el parque.
—¿Tú y tus alergias al pasto?
—Bueno, entonces en el Walmart. Tienen aire acondicionado.

Me reí, aunque el nudo en la garganta seguía ahí.

El sueño americano era una farsa.
O al menos, no se parecía en nada a las películas donde la protagonista llegaba a Nueva York y en dos días conseguía un empleo glamuroso, un apartamento hermoso y un novio millonario.
Yo tenía ojeras, ropa de segunda mano y quince dólares que parecían multiplicarse solo en mi imaginación.




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