Capítulo 2 — Ciao, trabajo (o algo así)
Nunca pensé que mi primera llamada de trabajo en Estados Unidos me haría sudar más que una caminata bajo el sol del Caribe.
Eran las ocho de la mañana y ya llevaba media hora mirando el teléfono, tratando de reunir valor para marcar el número del anuncio.
Leo, sentado frente a mí con su taza de café soluble, me observaba con la misma paciencia que un entrenador antes del gran salto.
—Solo es una llamada —dijo.
—Exacto. Una llamada que puede decidir si comemos arroz con tomate o arroz con aire esta semana.
—Exageras.
—Leo, tenemos catorce dólares con cincuenta. La exageración murió hace dos días.
Él soltó una carcajada.
—Bueno, ¿qué es lo peor que puede pasar?
—Que me pregunten algo en italiano y yo les diga “pasta carbonara” con acento dominicano.
Aun así, marqué el número.
Una, dos, tres… cuatro señales.
Y luego, una voz masculina, grave y con un acento que sonaba como si cada palabra llevara una copa de vino en la mano.
—Buongiorno. Mi scusi, chi parla?
Tragué saliva.
—Ehh… Ciao, buenos días. Hablo yo. Digo, soy Andrea Rodríguez. Llamo por el anuncio… el de traductora.
—Ah, sí. El puesto sigue disponible. ¿Habla italiano?
Traté de no reírme por nervios.
—Bueno… digamos que tenemos una relación en proceso. —Leo casi se ahoga con el café al oírme.
—¿Perdón?
—Sí, entiendo algunas cosas. Soy traductora profesional, pero todavía estoy… perfeccionando el italiano.
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Podía jurar que hasta escuché cómo respiraba.
—Entiendo —respondió finalmente el hombre—. ¿Podría venir hoy para una pequeña entrevista?
¿Hoy?
Miré el reloj. Eran las ocho y media.
Yo todavía estaba en pijama, con el cabello enredado como si hubiera dormido en una licuadora.
—Claro —dije con una voz que no me pertenecía—. ¿A qué hora?
—A las diez. Le enviaré la dirección por mensaje.
—Perfecto, nos vemos allá.
Colgué.
Leo me miró como si acabara de anunciar que había ganado la lotería.
—¿Qué dijo?
—Que a las diez tengo una entrevista.
—¿Y tú dijiste que hablas italiano?
—No exactamente. Dije que tenemos una relación en proceso.
—Andrea, eso suena como una cita amorosa con un idioma.
Lo miré con cara de pánico.
—¿Y si me hacen una prueba? ¿Y si me piden traducir algo?
—Entonces usas tu encanto latino. Sonríe, asiente, y di grazie mille. Funciona con todo.
A las nueve y veinte ya estaba lista… o algo parecido.
Llevaba la blusa menos arrugada, un pantalón que había planchado con la plancha del pelo, y el abrigo que parecía haber sobrevivido a tres inviernos.
Mientras esperaba el autobús, repasaba mentalmente las únicas frases italianas que sabía:
Buongiorno, come stai?
Grazie mille.
Mi chiamo Andrea.
Mi piace la pizza.
Listo. Dominio total de la lengua.
Solo faltaba que me pidieran hablar del clima y tendría que improvisar con gestos.
El autobús tardó media hora en llegar, y durante el trayecto intenté no pensar en lo que podría salir mal.
Cada vez que el vehículo se detenía, recordaba la voz del hombre: pausada, firme, de esas que no aceptan excusas.
¿Y si era un estafador? ¿Y si era una broma? ¿Y si terminaba vendiendo seguros en italiano?
Pero cuando llegué al edificio, mis miedos se callaron.
Frente a mí había una oficina pequeña, elegante, con un letrero que decía: “Lorenzo Bianchi – Escritor.”
¿Un escritor?
Oh, no. Esto sonaba peor que una receta italiana.
Entré.
Una recepcionista rubia me recibió con una sonrisa amable.
—¿Tiene cita?
—Sí, con el señor Bianchi. Soy Andrea Rodríguez.
—Un momento, por favor.
Mientras esperaba, miré las paredes. Estaban llenas de cuadros con portadas de libros en italiano. Títulos como “Il Cuore Nascosto” y “Luce d’Inverno”.
Era oficial: estaba a punto de engañar a un autor italiano.
La puerta se abrió, y un hombre salió. Alto, de cabello oscuro, barba perfectamente cuidada y una mirada tan seria que me hizo enderezar la espalda al instante.
Llevaba una camisa blanca y una chaqueta azul marino.
Si el acento ya me había desarmado por teléfono, verlo en persona fue el golpe final.
—¿Andrea Rodríguez? —preguntó con voz grave.
—Sí. —Tragué saliva—. Piacere di conoscerla.
Levantó una ceja, sorprendido.
—¿Habla italiano, entonces?
—Lo intento —dije con una sonrisa que era mitad orgullo, mitad pánico.
Me hizo pasar a su oficina. Todo estaba ordenado con una precisión casi militar.
Sobre el escritorio había un manuscrito, una taza de café y una laptop.
—Soy Lorenzo Bianchi —dijo, ofreciéndome la mano—. Estoy buscando a alguien que me ayude a traducir una serie de capítulos de mi nueva novela al inglés. El editor quiere acelerar el proceso, y la traductora anterior… renunció.
—Ah. —Asentí—. ¿Y por qué renunció?
—Dijo que no soportaba mi perfeccionismo. —Me miró con una sonrisa leve, casi invisible—. Espero que tenga más paciencia.
Paciencia. Lo que menos tenía.
Pero asentí como si acabara de prometerle que traduciría La Divina Comedia completa si hacía falta.
—¿Tiene experiencia con traducciones literarias? —preguntó.
—Sí, claro. —Mentira número uno.
—¿Con italiano?
—He trabajado… cerca del italiano. —Mentira número dos.
—¿Cerca?
—Sí, con idiomas románticos. Muy románticos. —Mi sonrisa se amplió tanto que temí que se me fracturara la cara.
Lorenzo me observó en silencio.
Por un segundo creí que había descubierto mi farsa.
Pero luego dijo:
—Bien. Necesito una muestra de su trabajo. Aquí tiene un párrafo. Tradúzcalo y me lo envía por correo esta tarde.
Me entregó una hoja impresa.
El texto estaba lleno de palabras en italiano que jamás había visto.