La traducción del amor

Capitulo 3

Capítulo 3 — La traducción del desastre

Cuando envié la traducción esa noche, sentí que me había lanzado de un paracaídas sin paracaídas.
Le di clic a “enviar” y cerré la laptop tan rápido que casi me corto los dedos.

—¿Y ahora qué? —preguntó Leo desde su cama, con una mascarilla verde en la cara.
—Ahora rezo.
—¿A quién?
—A San Google Translate, patrón de los desesperados digitales.

Nos reímos, pero la verdad es que me temblaban las manos.
Yo sabía que esa traducción era… cómo decirlo con delicadeza: una catástrofe literaria.
Había frases que ni siquiera yo entendía, y otras que sonaban como poesía accidental.

Por ejemplo:

“Sus ojos eran dos mares donde el viento olvidaba soplar.”
No tenía idea de si eso decía el original, pero sonaba profundo, ¿no?

—Si no te contrata, al menos puede mandarte a un concurso de poesía —comentó Leo entre risas.
—Sí, el de “personas que no deberían tocar un diccionario”.

Dormí fatal.
Soñé con italianos gritándome palabras incomprensibles y diccionarios que me perseguían por una calle llena de pizzas voladoras.
Cuando desperté, tenía ojeras y el corazón acelerado.

Eran las siete y media cuando mi celular vibró.
Un número desconocido.
No podía ser.

—¿Aló? —dije con voz ronca.
—Andrea Rodríguez, buongiorno. —La voz era inconfundible.
Lorenzo Bianchi.
Mi nuevo empleador… o mi verdugo.

—Oh, buongiorno, señor Bianchi. —Intenté sonar despierta, profesional y no como una mujer que todavía tenía la marca de la almohada en la cara.
—Leí su traducción.

Silencio.
Ese tipo de silencio que en las películas precede a una explosión.

—¿Y…? —pregunté, conteniendo el aliento.
—Es… interesante.

Interesante.
La palabra universal para “no sé si reírme o despedirte”.

—¿Interesante bien o interesante mal? —quise saber.
—Ambas. Hay frases que no entiendo, pero tienen algo. Una fuerza… ¿cómo decirlo? Viscerale.

Visceral.
Lo dijo como si yo hubiera creado arte en lugar de cometer un crimen lingüístico.

—Quiero que venga hoy. —Su tono era directo, sin espacio para dudas.
—¿A su oficina?
—Sí. Quiero que traduzcamos juntos el segundo capítulo. En persona.

Tragué saliva.
—Claro, señor Bianchi. Nos vemos más tarde.

Colgué y me quedé mirando el techo.
Leo se incorporó.
—¿Qué pasó?
—Quiere verme.
—¿Para qué?
—Para traducir… o para matarme. Todavía no sé cuál de las dos.

Una hora después, ya estaba en el autobús otra vez, con el corazón latiendo más fuerte que las ruedas contra el pavimento.
El viento helado me azotó apenas bajé, y me arreglé el cabello con las manos antes de entrar al edificio.
Esta vez, la recepcionista me saludó con familiaridad.
—El señor Bianchi la está esperando.

Cuando entré, Lorenzo estaba de pie junto a la ventana, con una taza de café en la mano y un suéter gris que parecía sacado de una revista.
Se giró y me dedicó una sonrisa breve.

—Puntual. Me gusta eso.
—Soy latina, pero no tanto como para llegar tarde —respondí, sin pensar.

Él arqueó una ceja, sorprendido.
—Tiene sentido del humor. Perfecto. Lo necesitaremos.

Se sentó frente al escritorio y señaló una silla.
Yo me acomodé, tratando de no parecer nerviosa.

—Verá —empezó—, su traducción tiene errores, claro…
—Lo imaginaba.
—Pero también tiene alma. Usted entiende la emoción, aunque no el idioma.

—Eso suena como una metáfora de mi vida.

Por primera vez, se rió.
No una risa escandalosa, sino suave, genuina, de esas que parecen poco frecuentes.

—Me gusta su sinceridad, Andrea. —Abrió el manuscrito—. Trabajaremos juntos. Usted traducirá mis palabras al inglés y yo revisaré las expresiones. Así aprendemos ambos.

¿Aprendemos?
¿Él y yo?
Eso no sonaba a despido. Sonaba a… oportunidad.

—Me parece bien —respondí, intentando no parecer eufórica.
—Empecemos, entonces.

Las siguientes dos horas fueron un ejercicio de paciencia, confusión y carcajadas reprimidas.
Cada vez que yo decía algo mal, él intentaba corregirme con esa calma elegante que solo los europeos parecen tener.

—No se dice “el corazón lloraba salsa”, Andrea. —Sonrió, divertido—. Es “el corazón ardía”. Bruciava.
—Bueno, en mi país también arde, pero de otra manera.

Él soltó una carcajada.
—Usted es única.

Yo fingí que escribía algo en la hoja para disimular el rubor.

Trabajamos en silencio unos minutos, hasta que me atreví a preguntar:
—¿De qué trata exactamente su novela?

Lorenzo me miró con un brillo en los ojos que no le había visto antes.
—Del amor. Pero no del tipo que se busca, sino del que se encuentra cuando uno ya se rindió.

Sentí un pequeño nudo en el pecho.
Por un instante, olvidé que estaba fingiendo ser traductora.
—Eso suena… bonito.
—Bonito no, vero. —Verdadero.

A mediodía, me ofreció un café.
—¿Azúcar o sin? —preguntó.
—Con. Mucha. Si no me da diabetes, no cuenta.

Él sonrió mientras me pasaba la taza.
Tenía las manos grandes, de esas que parecen acostumbradas a escribir más que a tocar.
Y cuando nuestras miradas se cruzaron, algo en el ambiente cambió.
Nada romántico aún, pero sí… una chispa.
Como si dos mundos completamente distintos hubieran chocado sin querer.

—Andrea —dijo después de un silencio breve—, ¿por qué vino a Estados Unidos?
Suspiré.
—Porque en mi país los sueños cuestan más de lo que uno gana.
—Y aquí, ¿son más baratos?
—No. Pero al menos hay rebajas.

Lorenzo soltó una risa sincera.
—Tiene una forma curiosa de ver la vida.
—Si no la tomo con humor, me la toma el estrés.

A las tres de la tarde habíamos traducido tres páginas, reído diez veces y cometido al menos veinte errores.
Cuando me levanté para irme, Lorenzo me acompañó hasta la puerta.




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