Capítulo 4 — Leo y los alquileres malditos
Si la adultez tuviera un sonido, sería el del microondas fallando cuando calientas el último arroz del refrigerador.
O, en mi caso, el de la voz de nuestro casero golpeando la puerta con el ritmo exacto de la desesperación: tres golpes secos, uno más fuerte, y una pausa dramática antes del “Miss Rodríguez”.
—¡Andre! —susurró Leo desde el sofá, con la boca llena de pan tostado—. Dile que no estamos.
—Leo, sabe que vivimos aquí. Ve nuestras sombras por debajo de la puerta.
—Entonces apaga las luces.
—Son las nueve de la mañana.
Mr. Thompson no se rendía. Golpeó otra vez, y yo sentí cómo mi corazón hacía eco en los oídos.
—Miss Rodríguez, sé que está ahí. Escucho sus… respiraciones preocupadas —dijo con ese tono que mezclaba autoridad y decepción paternal.
Suspiré.
—Listo, lo enfrentaré. Si no vuelvo en cinco minutos, dile a mi madre que la amo —murmuré antes de abrir la puerta.
Ahí estaba: camisa a cuadros, libreta en mano, expresión de juez implacable.
—Buenos días, Miss Rodríguez.
—Buenos son relativos, Mr. Thompson —respondí, intentando sonar amable.
—Vengo a recordarle que el alquiler del sótano vence mañana.
—Sí, lo tengo presente.
—Lo dudo.
Lo miré con la sonrisa forzada de quien disfraza la miseria con educación.
—El dinero… está en proceso.
—¿En proceso? —repitió, anotando algo en su libreta como si escribiera mi epitafio.
—Sí, proceso divino. El Señor proveerá.
Leo, desde el sofá, soltó una risa tan alta que se escuchó hasta la calle.
Mr. Thompson lo miró con el ceño fruncido.
—Espero que el Señor tenga su cuenta bancaria registrada, Miss Rodríguez. Le doy hasta el viernes. Después de eso…
—Lo sé. —Tragué saliva—. No se preocupe, el viernes tendrá su dinero.
—Lo haré —dijo, antes de girar y desaparecer escaleras arriba.
Cerré la puerta y me dejé caer en el suelo.
—¿Viernes? —repitió Leo, asomándose por encima del sofá—. ¿Por qué le dijiste viernes?
—Porque jueves sonaba desesperado y sábado irresponsable.
—Me gusta cómo manejas el caos.
Después del “incidente del alquiler”, el día siguió cuesta abajo.
Leo tenía turno en el café donde trabajaba medio tiempo, y yo debía avanzar con la traducción para Lorenzo.
El problema: mi laptop decidió morir justo después de guardar la mitad del archivo.
—No puede ser… —murmuré, golpeando la tecla Enter como si eso fuera revivirla.
—¿Todo bien? —preguntó Leo, poniéndose su gorra de barista.
—Mi laptop está poseída.
—¿Otra vez?
—Sí. Creo que me odia.
—¿Probaste con reiniciar y rezar?
—Sí, y parece que solo escucharon mis pecados, no mis súplicas.
Leo se rio, se acercó y me dejó un billete arrugado de cinco dólares sobre la mesa.
—Para el almuerzo.
—No, Leo, guarda eso. Es tu propina de ayer.
—Y tú necesitas café. Cuando no tomas café, traduces peor. Ayer escribiste “su tristeza olía a queso parmesano”.
—Era una metáfora.
—Era una aberración. —Me guiñó el ojo—. Nos vemos más tarde, traductora poética.
Lo vi salir con su chaqueta raída y su eterna sonrisa. Siempre decía que no le afectaban los problemas, pero yo sabía que mentía.
Desde que llegamos a Estados Unidos, Leo había trabajado en tres empleos distintos, y en todos terminaba explotado.
El café no era la excepción: el dueño lo trataba como si fuera parte del mobiliario y los clientes creían que las propinas se pagaban con sonrisas.
Aun así, él siempre encontraba un chiste para cada tragedia.
Yo, en cambio, necesitaba café para no desmoronarme.
Encendí la vieja cafetera, la misma que hacía ruidos como si estuviera maldiciendo su existencia, y me senté frente al manuscrito.
Lorenzo había enviado un nuevo capítulo esa mañana. Su correo, como siempre, breve y directo:
“Capítulo 5. Atención con la parte final. Hay emociones intensas.
L. C.”
Emociones intensas.
Traducción: prepárate para llorar o confundirte.
Me puse los audífonos, respiré hondo y comencé.
Las primeras líneas eran fáciles, pero pronto llegó una palabra que me detuvo: sconvolgente.
¿Desgarrador? ¿Inquietante? ¿Perturbador?
Abrí el traductor, pero este me devolvió “impactante”.
Suspiré.
—Perfecto. —Tomé una hoja y escribí—: “Su mirada era sconvolgente… como ver tu cuenta bancaria el día antes de pagar la renta.”
Me reí sola.
A veces sentía que la traducción era una metáfora exacta de mi vida: intentar comprender algo que nunca pedí, mientras las palabras se reían de mí.
El teléfono sonó al mediodía. Era Lorenzo.
—¿Todo bien con el capítulo? —preguntó su voz al otro lado, calmada pero con un tono de curiosidad.
—Sí, todo… sconvolgente.
Hubo una pausa.
—¿Acaba de usar esa palabra en italiano?
—Sí. Estoy mejorando.
—Interesante. Y… ¿cómo la definiría?
—Como cuando tu casero te amenaza con echarte y solo tienes catorce dólares.
Él rió suavemente.
—Ah, entonces sí, sconvolgente.
No sé por qué, pero escuchar su risa me alivió el día.
Tenía una forma de reír que sonaba sincera, como si se le escapara sin permiso.
—¿Quiere que revise algo? —pregunté.
—Sí, el final del capítulo. Es complicado. Si necesita ayuda, puedo pasar por la tarde.
—¿Aquí? —pregunté, sorprendida.
—Sí, no me asusta un sótano.
—A mí sí. —Respondí riendo—. Pero está bien. Venga después de las seis, cuando mi gato imaginario ya esté dormido.
—Trato hecho.
A las seis en punto, Lorenzo apareció.
Y no sé si era por la luz tenue del sótano o porque llevaba un abrigo elegante, pero parecía fuera de lugar en nuestra pequeña cueva.
Leo aún no había llegado, así que lo invité a sentarse mientras yo apartaba ropa del sillón.
—Perdón el desastre. La estética “supervivencia latinoamericana” aún no tiene patrocinadores —dije.
—Me gusta —respondió él, mirando a su alrededor—. Es… auténtico.
—Traducción: un desastre adorable.
—Exacto.