La traducción del amor

Capitulo 6

Capítulo 6 – El pasado tiene acento italiano

Hay silencios que hablan más que las palabras, y luego está el silencio que se forma cuando descubres que tu jefe podría tener una historia digna de una telenovela italiana.

Hasta esa semana, Lorenzo para mí era una especie de caricatura con acento encantador y una paciencia inexplicable para soportar mis errores de traducción.
Lo veía como el tipo elegante que siempre llegaba oliendo a café caro, con su laptop reluciente y esa tranquilidad que solo tienen los que crecieron sin preocuparse por pagar la renta.

Pero ese día algo cambió.

Todo empezó con una lluvia tan intensa que parecía que el cielo había decidido vengarse de la humanidad. El sótano temblaba, la luz parpadeaba y Leo, que le tiene pavor a las tormentas eléctricas, se había envuelto en una manta como un burrito humano.

Yo estaba trabajando en la mesa, intentando descifrar otra de las frases poéticas de Lorenzo —algo sobre “las sombras que aman más que la luz”— cuando él apareció empapado en la puerta, con el cabello pegado a la frente y los zapatos haciendo chof chof.

—Necesitaba refugio —dijo, con ese tono sereno que hacía que todo pareciera menos dramático.
—¿Y su casa?
—Sin electricidad. La suya tiene luz, café y sarcasmo. Es una buena combinación.

Leo asomó la cabeza desde su burrito.
—También tenemos arroz con tomate, por si le interesa.

Lorenzo sonrió y dejó la chaqueta sobre la silla. Yo traté de disimular mi sorpresa. Nunca lo había visto tan… humano.
Sin su traje perfecto, sin ese aire de “tengo mi vida en orden”. Solo un hombre cansado, mojado, con ojeras y un gesto vulnerable que no le conocía.

La tarde se alargó entre truenos, pizza recalentada y trabajo improvisado.
Él se sentó a mi lado, revisando los capítulos que yo traducía, y a ratos conversábamos sobre cosas pequeñas: el clima, las palabras difíciles del italiano, los acentos que odiábamos.

—Nunca me sale el acento americano —me confesó.
—A mí tampoco —respondí—. Dicen que los latinos tenemos “melodía” al hablar inglés.
—Los italianos también. Supongo que el alma suena igual, sin importar el idioma.

Me reí.
—¿Siempre habla como si todo fuera poesía?
—Costumbre profesional. Aunque, a veces, solo es cansancio.

Hubo un segundo de silencio raro. Como si se hubiera arrepentido de decirlo.
Entonces cambió de tema.

—Por cierto, el libro está casi terminado.
—¿Y después qué?
—Después… no lo sé. Tal vez me quede un tiempo más aquí.

No sonó como alguien que planeaba regresar pronto.

Horas después, mientras Leo dormía roncando, Lorenzo seguía en la mesa. Yo me levanté a preparar más café y lo encontré mirando la pantalla sin escribir nada.

—¿Bloqueo de escritor? —pregunté, ofreciéndole la taza.
—Algo así. —Tomó el café, pensativo—. En realidad, no soy solo escritor.
—Ah, ¿también filósofo?
—Peor. Heredero.

Lo miré sin entender.
—¿De qué?
—De una editorial italiana. Una grande. La fundó mi abuelo.

Se quedó callado un momento, girando la taza entre las manos.
Yo esperé, sin atreverme a interrumpir.

—Mi familia siempre esperó que yo siguiera el legado. Pero yo no quería dirigir una empresa. Quería escribir. Ellos lo consideraron una traición.
—¿Y qué hizo?
—Publiqué mi primer libro con otra editorial. Fue un éxito… hasta que alguien descubrió que usé un seudónimo.
—¿Y eso fue malo?
—En mi familia, sí. Fue un escándalo. Dijeron que les había robado el prestigio, que había usado el apellido Moretti para ganar fama sin permiso.
—¿Y por eso vino a Estados Unidos?
—Por eso… y por respirar.

Esa última frase sonó tan sincera que sentí un nudo en el pecho.

Durante un rato no supe qué decir. Yo, que siempre tenía un chiste o una frase lista, me quedé muda.
Tal vez porque entendía demasiado bien lo que significaba querer escapar de un lugar que te ahogaba.

—¿Y no piensa volver? —pregunté al fin.
—No lo sé. A veces lo pienso, pero… hay heridas que no se curan con distancia.
—Bueno, si sirve de consuelo, aquí también hay sopa caliente.
Él soltó una carcajada.
—No la olvida, ¿eh?
—Jamás. Es mi legado internacional.

Nos reímos los dos. Fue una risa ligera, cálida. De esas que alivian el ambiente sin romperlo.

Cuando la lluvia amainó, él ayudó a secar el agua que se filtraba por la ventana. Yo le pasaba toallas viejas mientras Leo murmuraba dormido algo sobre “un tsunami de facturas”.

—Tiene suerte de tenerlo —dijo Lorenzo, señalando a Leo.
—Sí. Aunque a veces lo quiero matar.
—Eso es amistad auténtica.
—¿Y usted? ¿Tiene alguien así?
—Tenía. Pero… las cosas se complican cuando todos creen que escribes sobre ellos.

—¿Escribía sobre su gente?
—Escribía sobre lo que sentía. A veces eso incluye gente. O recuerdos.
—Debe ser difícil.
—Lo es. Especialmente cuando las personas quieren corregir tu versión de la historia.

Asentí.
Yo también sabía lo que era tener familiares que te “corrigen la vida”, como si tus decisiones fueran errores que se pudieran editar.

Cerca de la medianoche, él cerró la laptop y se recostó en el sofá.
—¿Le molesta si me quedo aquí un rato?
—Claro que no. Pero tenemos una política de la casa: quien se queda debe cantar algo en español.
—¿Cantar?
—Sí. Es tradición cultural.
—¿Inventada hace tres segundos?
—Absolutamente.

Sonrió, y para mi sorpresa, aceptó.

Con voz baja y acento marcado, empezó a tararear algo que reconocí enseguida: “Bésame mucho…”
No era afinado, pero la forma en que pronunciaba cada palabra me hizo reír.

—Su español es mejor cuando canta.
—Y su italiano, cuando se ríe.

Nos miramos por un segundo. Largo, silencioso, pero sin esa tensión de película romántica. Era más… humano. Dos personas compartiendo un pequeño refugio en medio del desastre.




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